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La nueva India

Auténticas riadas humanas subían desde primeras horas del lunes pasado por las calles de Nueva Delhi hacia la monumental avenida Rajpath, una vía de más de tres kilómetros que une el complejo de edificios gubernamentales, dominado por el palacio presidencial, con el monumento de la Puerta de la India, donde arde la llama en honor al soldado desconocido. Con banderas nacionales en la mano, la multitud disfrutó allí del desfile que cada año conmemora la fecha más solemne del calendario indio, que no es la de la independencia, como suele ser en las naciones liberadas del colonialismo, sino la de la Constitución, promulgada el 26 de enero de 1950, dos años y medio después del fin del dominio británico.

La India está considerada el centro mundial de la tecnología de ordenadores y posee una élite de ingenieros y técnicos que se disputan las principales compañías del mundo

El desfile es la apoteosis anual de toda la grandeza y multiplicidad de esta nación. En primer lugar, la grandeza del motivo mismo de la conmemoración, una Constitución que regula la vida de la mayor democracia del mundo y que sería homologable a la de cualquier país occidental. Una Constitución que, pese a numerosas dificultades, ha conseguido mantener unida a esta nación de 29 Estados, seis territorios autónomos, 15 lenguas distintas, más de siete religiones y media docena de grupos étnicos diferentes. Como símbolo de esa unidad y fortaleza, un Ejército de millones de hombres, estrictamente sometido al poder civil, exhibió sus nuevos misiles de largo alcance Agni II, junto a las tradicionales unidades de camellos. Cuando a las diez en punto de la mañana los cañones dispararon las salvas en honor del himno nacional, bajo un sol radiante que acentuaba el colorismo y majestuosidad del acto, era fácil entender el visible sentimiento de orgullo entre los presentes.

Pocas veces ese orgullo ha sido tan manifiesto como este año. Como ha declarado el primer ministro, Atal Bihari Vajpayee, "nunca ha habido un mejor momento para ser indio y nunca ha habido un mejor momento para estar en la India". Con él coinciden o discrepan en mayor o menor grado más de una decena de políticos, funcionarios, periodistas, intelectuales y empresarios con los que EL PAÍS ha hablado durante dos semanas en Bombay y Nueva Delhi. Pero en lo que todos están de acuerdo es en que este país, atraviesa por un momento decisivo de su historia.

Impulsada por un proceso de reformas económicas que han reactivado su economía y su autoestima, la India vive una era de grandes ambiciones. Con más de 1.050 millones de habitantes ya, cuenta con sobrepasar pronto a China como la nación más poblada del planeta, pese a crecer a un ritmo relativamente controlado del 1,7%. El crecimiento de la población se ha visto acompasado con un insólito desarrollo de algunas industrias de vanguardia. Actualmente, la India está considerada el centro mundial de la tecnología de ordenadores y posee una élite de ingenieros y técnicos que se disputan las principales compañías del mundo. A esto se une una población con decenas de millones de anglohablantes, una cierta sociedad cosmopolita y una diáspora que envía a casa 10.000 millones de dólares al año (la más alta cifra del mundo) y cuenta con figuras de gran influencia en Estados Unidos, en el Reino Unido y en muchos países asiáticos. Si a esas condiciones se le suma un marco de convivencia política que no se da en China (elecciones democráticas, una prensa libre, una televisión plural y un poder judicial razonablemente independiente), se puede calcular el enorme potencial de esta nación con inocultable vocación de ser un líder mundial antes de la mitad del siglo. Para esa fecha, Goldman Sachs predice que la India será la tercera mayor economía del mundo, por detrás de China y Estados Unidos.

Contradicciones

Cuánto de esa vocación responde más al sueño nacionalista que a una auténtica realidad, cuántos de los logros alcanzados ocultan también una larga lista de fracasos y carencias acumulados en sus 57 años de vida independiente, cuántos de los recientes éxitos económicos serán efímeros, es algo que constituye actualmente el meollo de un intenso debate nacional y que sólo se podrá demostrar con el paso del tiempo. De hecho, hay muchos datos que invitan a ser pesimista. Pero lo cierto es que, desde hace aproximadamente una década, y especialmente en los últimos cuatro años, la India, como afirma el profesor Sunil Khilnani, ha exigido de distintas maneras al mundo que vuelva su mirada hacia aquí y deje de verla como una tierra de encantadores de serpientes y de filosofías hippies, y la tenga en cuenta como futura potencia.

En ocasiones esa llamada de atención ha sido de la manera más brusca y alarmante. Como cuando en 1998 comunicó oficialmente la realización de cinco pruebas nucleares para hacer público lo que era un secreto a voces desde hacía años, que disponía del arma atómica. En otras lo hizo de forma más ingeniosa y constructiva, como cuando un indio, Sabeer Bhatia, el creador de Hotmail, le vendió en 1997 su exitoso producto a Bill Gates por 400 millones de dólares. En medio ha habido astronautas indios y premios Nobel de Física y Economía. Por citar sólo algunas de sus proezas, el programa espacial indio ha puesto ya en el espacio 13 satélites propios, y sus cohetes han transportado incluso satélites de países europeos, como Alemania y Bélgica. Gracias a eso, en algunos hospitales de remotas poblaciones de la India los pacientes son atendidos vía satélite por doctores en Nueva Delhi.

Pero en otros hospitales de la otra y mayoritaria India la gente muere de enfermedades desaparecidas hace décadas en el mundo desarrollado. Sobre el número de pobres en la India las oscilaciones se producen en márgenes de cientos de millones. Oficialmente, el Gobierno reconoce 300 millones de personas que viven por debajo de la línea de la pobreza. Esa cifra la elevan hasta los 500 millones portavoces de la oposición y de organizaciones humanitarias. Y si se tiene en cuenta que los optimistas no creen que más de 200 millones de personas pertenezcan a lo que se podría llamar la clase media, no sería exagerado decir que cerca de 800 millones de seres viven en la India en condiciones en las que en cualquier otro lugar del mundo serían considerados pobres.

En ese terreno se ha hecho poco, o casi nada, durante el proceso de reformas económicas en marcha. En realidad, según estadísticas oficiales, el número de pobres ha seguido creciendo en el país a un ritmo de 10 millones más cada año. Y se producen ironías tan dramáticas como que mientras Hyderabad es, junto con Bangalore, el orgullo de la industria tecnológica nacional, en el Estado del que Hyderabad es capital, Andra Pradesh, 1.500 personas murieron como consecuencia del calor el último verano por falta de la asistencia más básica.

Esto no le resta legitimidad al proceso de reformas. Al contrario, lo hace más necesario, opinan todos los consultados. En estos momentos, el respaldo a la liberalización de las estructuras económicas y a la apertura de los mercados al capital extranjero es, con distintos matices, prácticamente unánime. Las únicas discrepancias se producen en cuanto a la sinceridad de esas reformas, su graduación y su utilización política.

Reforma económica

La India empezó la reforma de su sistema económico oficialmente en 1991. Hasta ese año, el monopolio del Estado era absoluto. El salto no fue voluntario, según opina el periodista indio Mark Tully, sino provocado por la bancarrota en la que había caído el país después del experimento de economía planificada de estilo socialista conducido por Indira Gandhi. A principios de los noventa no circulaban por la India más que dos marcas de coches de fabricación nacional, y un régimen drásticamente proteccionista generaba una industria incapaz de competir fuera de sus fronteras. Lentamente se fueron derribando las barreras arancelarias y el Estado se fue desligando de sectores no esenciales.

El proceso se aceleró extraordinariamente después de que Vajpanyee consiguiese formar una coalición de derecha nacionalista que le dio la mayoría absoluta en 1999. Se redujeron los impuestos, se privatizaron empresas públicas y se permitió el acceso del capital extranjero, incluso a industrias tan simbólicas como la del petróleo. Los bajos salarios (el promedio se puede establecer como referencia en torno a los 1.000 dólares anuales)

[en España, el salario mínimo anual es el equivalente de 7.440 dólares] y la relativa capacitación de los trabajadores indios, sobre todo por su conocimiento del inglés, ha atraído a numerosas empresas extranjeras a situar aquí parte de su producción. Los principales fabricantes de piezas de automóviles, que nutren a las grandes marcas del mercado, han instalado en los últimos años plantas en la India. Las mayores empresas de comunicación y transporte aéreo del Reino Unido y Estados Unidos han desviado sus servicios de centros de llamadas (call centers) hacia la India en tales proporciones que los sindicatos británicos se quejaban el año pasado de que esos sectores habían externalizado, precisamente aquí, más de 50.000 puestos de trabajo. Los trabajadores de esos centros ganan 300 dólares al mes. Es tal el atractivo de las facilidades indias que, tanto en Estados Unidos como en el Reino Unido, con campañas electorales cercanas, los políticos se refieren con frecuencia a la necesidad de frenar la huida de empleos hacia la India.

El resultado de todas estas transformaciones ha sido que el crecimiento promedio de la economía en el último año fue del 7%; la inversión extranjera neta llegó a los 6.000 millones de dólares, comparados con los poco más de 700 millones de 2002; la reserva de divisas se ha duplicado en los últimos dos años hasta superar los 100.000 millones de dólares, lo que cubre las importaciones de un año y medio, y los empresas indias han salido con vigor al mundo, donde en el último año han adquirido, según el semanario India Today, más de una treintena de compañías. Por medir el éxito en términos muy comunes actualmente, las empresas de telecomunicaciones calculan que India tendrá 100 millones de teléfonos móviles a finales del año próximo.

Hay más pruebas de esta buena época: un aumento del PIB per cápita de casi el 4%, otro tanto en el aumento de las exportaciones (más de 60.000 millones de dólares), una reducción del déficit presupuestario de un 0,3% (5,3%) y un ligero aumento también de la producción industrial y de reducción del desempleo (oficialmente del 9%, aunque son millones los que dependen de la economía paralela).

Malnutrición

Frente a estos datos, un reciente informe de las Naciones Unidas, advierte de que la mitad de los niños de la India sufre malnutrición crónica. Hambre, en su versión africana, no se ve en las calles de este país, en parte por la ayuda de una buena temporada de monzones que ha permitido grandes cosechas (la agricultura representa una cuarta parte del PIB). Pero la miseria en todas sus versiones se convierte aquí en un espectáculo constante y degradante que obliga a tomar con precaución todos los logros mencionados anteriormente.

Un diplomático extranjero menciona el dato de que sólo un 4% de las viviendas de la India cuentan con cuarto de baño. Basta un recorrido breve por las calles de cualquier ciudad del país y observar la naturalidad con la que los indios alivian en público sus necesidades para comprender que ese cálculo puede estar perfectamente ajustado a la realidad.

En Nueva Delhi y en Bombay han surgido en los últimos años algunos modernos edificios, de diseños vanguardistas, que albergan las oficinas de las principales compañías nacionales y extranjeras instaladas aquí. Pero a sus mismas puertas se hacinan los vagabundos; los niños desnudos juegan entre montañas de basura en las que se disputan su ración vacas famélicas, cerdos y cuervos. Por un lado y otro cruzan carros que transportan familias enteras en busca de trabajo y que viven allí donde lo encuentran, a la intemperie, lavando su ropa y a ellos mismo en el agua de las cloacas. Nadie parece reparar en ellos, salvo algunos turistas que les hacen fotos como si se tratase de parte del paisaje habitual de la India. El país parece seguir avanzando sin tener en cuenta esa realidad o confiando en que su solución llegará más adelante.

Pero, ¿cuál es la solución? ¿Cómo puede la India intentar ser una gran potencia con esa rémora de pobreza a sus espaldas? La respuesta del Gobierno es la de mantener la vía de las reformas económicas a un ritmo prudente. "Nuestra intención es seguir el camino marcado, pero no necesariamente para convertirnos en otro tigre asiático; preferimos ir al paso del elefante, lentos pero seguros", afirma el portavoz gubernamental, Arun K. Singh. La oposición cree necesario introducir algunos cambios en el proceso de reformas, tanto en su contenido como en su ritmo. "Todas las medidas introducidas hasta ahora han servido para convertirnos en un país de comercio, pero no de producción, necesitamos ser productores", dice Oscar Fernandes, diputado y secretario general del Partido del Congreso, que representa el sector mayoritario de la izquierda. "Y hay que hacer también algunas correcciones", añade Fernandes. "Aquí no se pueden hacer las cosas como en un país europeo, aquí no vale la filosofía de que el Estado se retire de la actividad económica y deje que cada cual se las arregle como pueda". Y los empresarios piden profundizar el proceso de reformas económicas para poder crear los 40 millones de puestos de trabajo anuales que este país requiere si, verdaderamente, se quiere salir de la pobreza. Siddharth Roy, un ejecutivo del grupo Tata, la mayor compañía de automóviles de la India, cree que son necesarias nuevas medidas liberalizadoras "para mantener las altas expectativas que en estos momentos tienen tanto los consumidores como los empresarios".

Elecciones

De hecho, una segunda fase de reformas económicas, quizá mucho más audaces que las de los últimos años, está ya en la agenda del Gobierno. Pero nadie quiere hablar de ello por ahora porque la India se encuentra en plena campaña para las elecciones que se celebrarán anticipadamente el mes próximo o el siguiente. La fecha exacta la fijará la Comisión Electoral, un órgano envidiablemente autónomo. En esa segunda fase de reformas, la que más expectación despierta es la liberalización del mercado laboral, un asunto de alto riesgo en un país como éste.

Pero quizá la más difícil y necesaria de las reformas pendientes para la modernización de la India es la de la eliminar la corrupción. En todas las oficinas públicas del país hay expuestos carteles en los que se conmina a los funcionarios a no aceptar sobornos y a denunciar a las autoridades cualquier intento en ese sentido. Esto no es prueba de que las autoridades estén alertas ante este problema, sino todo lo contrario. La India figura cada año en lo más alto de los países más corruptos del mundo. La corrupción se extiende por todos los niveles: en la policía, en los negocios y, por supuesto, en la política. Sólo la judicatura, al menos el Tribunal Supremo, parece a salvo, y cada vez menos. En la política, el problema ha alcanzado proporciones estrambóticas.

El columnista norteamericano de origen indio Fareed Zakaria describe así la situación en su libro El futuro de la libertad: "La corrupción masiva y el desprecio por el imperio de la ley han transformado el sistema político indio. Veamos el caso de Uttar Padresh, el mayor Estado de la India, actualmente bajo control del Bharatiya Janata Party (BJP, el partido del primer ministro, Vajpanyee). Sólo hay una manera de describir la política en ese Estado: una democracia de ladrones. Todos los años se amañan las elecciones y se introducen papeletas en las urnas. El partido ganador llena de compinches las filas de la burocracia y soborna a los parlamentarios de la oposición para que se pasen a sus filas. La tragedia para los millones de votantes de las castas inferiores es que sus representantes, por los que votan disciplinada y masivamente, han saqueado las arcas públicas y han amasado un poder y unas fortunas enormes al tiempo que gritan eslóganes sobre la opresión de sus gentes... Y el de Uttar Padresh no es el único caso. La corrupción política en Bihar y Haryana es mucho peor, y el Parlamento y el Gobierno de Nueva Delhi reflejan muchas de estas tendencias, sin bien de forma menos extrema".

El presidente, Abdul Kalam, que no tiene poder ejecutivo y es elegido por las Cámaras, exhortó a los partidos políticos, en su discurso a la nación del 26 de enero, a "respetar el deseo de los ciudadanos de vivir en una India libre de la corrupción". El Gobierno, sin embargo, sólo reconoce muy tangencialmente ese problema y lo atribuye a "un mal que es común en muchos otros países".

Nehru

En pocos tiene, sin embargo, raíces tan profundas. El origen de la corrupción hay que buscarlo en los primeros días de la independencia, cuando el vacío dejado por el imperio británico fue llenado por una red de políticos y burócratas que, poco a poco, fueron literalmente adueñándose del país. En el Gobierno de Nehru, no obstante, esa corrupción se reducía, prácticamente, al pago de algunos sobornos para obtener ventajas, pero nadie pudo nunca acusar al primer ministro que concibió la India moderna, ni a ninguno de sus colaboradores, de haberse enriquecido con dinero público. El Estado fue creciendo y los indios se fueron acostumbrado a vivir a su sombra. Entre esa red de burócratas surgieron con el paso de los años verdaderas mafias políticas que, en algunos Estados, dan lugar a situaciones como las que describe Zakaria.

El BJP no ha hecho hasta la fecha nada para cambiar ese estado de cosas. En parte porque las peculiaridades del sistema político le obliga a gobernar en una coalición muy amplia (22 partidos) que condiciona mucho su actuación en varios Estados. Y en parte porque el propio BJP es producto de esa forma de hacer política. Como es producto también de otros de los fenómenos que más preocupación despierta de cara a la estabilidad y la paz en la India: el del nacionalismo hindú.

La señal de alarma sobre ese problema se encendió el 27 de febrero de 2002. Ese día, grupos de militantes islámicos atacaron en el Estado de Gujarat un tren que regresaba de la ciudad de Ayodhya cargado de activistas hindúes que habían participado en la construcción de un templo al dios Rama en el lugar en el que antes había una mezquita. Cincuenta y ocho hindúes fueron quemados vivos en un vagón, según los datos del Gobierno del Estado, en manos del BJP. Al día siguiente los hindúes convocaron una huelga general, que fue respaldada por el Gobierno, pese a los temores de que desembocase en violencia. Así fue, efectivamente. Durante varios días fueron destruidas casas y comercios propiedad de musulmanes. Más de 2.000 musulmanes fueron asesinados, según el recuento de la Comisión Nacional de Derechos Humanos. Ni el Gobierno de Gujarat ni el Gobierno central, ambos en poder del BJP, condenaron los sucesos. No hay ningún detenido ni procesado como consecuencia de unos hechos que se mantienen en la memoria de los indios como un ejemplo de los riesgos que el nacionalismo puede representar para este país.

Nacionalismo

Uno de los promotores de la construcción del templo en Ayodhya es el actual viceprimer ministro, L. K. Adavani, a quien los medios de comunicación indios tienen por un nacionalista radical que no renuncia al sueño de convertir un día a la India en un gran Hindustán. La mayoría de los analistas en Nueva Delhi coinciden en que la influencia de Adavani en el Gobierno ha ido disminuyendo desde los sucesos de Gujarat, en la medida en que ha aumentado también el prestigio y la capacidad de maniobra de Vajpanyee. Pero también es cierto que sucesos menores de extremismo nacionalista hindú no dejan de producirse casi a diario en diferentes partes del país.

En la elaboración de este reportaje, el Partido del Congreso presentó denuncias recibidas de sacerdotes católicos indios sobre ataques a iglesias, intimidaciones y palizas a miembros de la comunidad católica del Estado de Madhya Padresh, este mismo mes de enero, por parte de extremistas hindúes. Esas denuncias incluyen la violación y asesinato de una niña de nueve años durante el ataque a una escuela de confesión católica.

En Maharashtra, el Estado del que es capital Bombay, el propio primer ministro Vajpanyee tuvo que pronunciarse esta semana contra la medida del Gobierno local, también en manos del BJP, de prohibir un libro que contenía lo que sus detractores consideran insultos a la fe hindú. Este asunto ha creado gran conmoción en la India. Como también ha llamado la atención la recomendación de algunos líderes del BJP de que las locutoras de televisión cubran sus brazos y usen ropas más recatadas para salir en pantalla.

Nada de todo esto está en sintonía con la India secular y multicultural que concibió su primer jefe de Gobierno, Nehru, un occidentalista de formación y vocación que era consciente de estar actuando muchas veces contra corriente. Como tampoco Nehru hubiera previsto la supervivencia del sistema de castas 55 años después de la promulgación de la Constitución que prohíbe la discriminación por ese motivo.

La supervivencia del sistema de castas no es más que un ejemplo de la supervivencia de todas las complejidades de un país joven, todavía en fase de construcción, que ya no responde al recuerdo imperecedero en la memoria de Naipaul - "el país bueno y estable de antaño"-, y que ahora busca un nuevo lugar en el mundo con viejas virtudes y defectos y otras tantas virtudes y defectos adquiridos en su ruta hacia la modernización. La India se suma a la competencia establecida por la globalización desde un lugar muy trasero. En Calcuta tardaron 25 años en la construcción de 16 kilómetros de metro, más de lo que se tardó en construir el Taj Mahal. Ahora, una sociedad estatal, con inversión japonesa, espera tener terminado para el próximo año los 68 kilómetros del metro de Delhi que empezaron a construirse hace seis años. Es un progreso. Un progreso urgente también en casi todas las infraestructuras. Es muy difícil que la India pretenda ser gran potencia con carreteras indignas de ese nombre y por las que se transita sin respetar las más elementales normal del tráfico, como la de no circular en dirección contraria. Es difícil aceptar el reto de la globalización con aeropuertos como los de hace 20 años y líneas de ferrocarril extensísimas (cerca de 100.000 kilómetros de vías), pero inseguras y lentas.

Llegaremos. Ése es el eslogan oficial. A paso de elefante, pero llegaremos a la cumbre mundial porque nadie crece tanto como los indios, tanto en su población como en su economía. Tan triunfalista es el clima que hasta se confiesa en algunas columnas el sueño de que un día se produzca la gran ironía histórica de que un indio llegue a ser el inquilino del número 10 de Downing Street.

Una niña vende banderas nacionales de papel por las calles de Bombay.
Una niña vende banderas nacionales de papel por las calles de Bombay.REUTERS

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