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A PIE DE PÁGINA

La utopía de la abolición del sentido

A Ígor Marojevic

El tren se detuvo en la estación de Puertollano y me dije que podía averiguar qué vida llevaba el pasajero nuevo que había entrado en el vagón y se había sentado a mi lado, en el asiento que hasta entonces -felizmente para mí- había ido desocupado. Le miré. Tenía unos treinta años, muy alto y desgarbado, su cabeza era grande e imponente, con un mechón de pelo negro duro sobre la frente, una expresión desafiante que no era deliberada, que tal vez -imaginé- le había sido impuesta por la infancia. Podía ser español, pero casi seguro que no, más bien parecía de un país de Europa del Este, probablemente centroeuropeo. Imaginé que su madre era húngara y su padre de Puertollano. O al revés. Durante unos instantes, dando por hecho que era de origen húngaro o polaco, estuve imaginando que sus concepciones del mundo estaban fundadas en las nociones de utopía, catástrofe y vacío metafísico, conceptos fundamentales para comprender la Europa Central.

Y pensé en Barthes, que imaginaba un mundo en el que se podría vivir con la ausencia de todo signo

Después, me dije que ya estaba bien, que estaba imaginando demasiado y mejor sería hacerle hablar y salir de toda duda.

-¿Cómo es Puertollano?

-Pues mire -dijo con acento muy extranjero y sin extrañarle mi pregunta-, no se pueden soportar algunas malas noches y creo que lo domina todo un cansancio incontrolable cuando nadie debería estar cansado, pero lo están todos en Puertollano, todo el mundo ahí se mueve cansado sin que eso influya en mi trabajo, yo mejoro con esa fatiga.

Dijo esto de un solo tirón y, claro, me dejó pasmado. En un primer momento, no entendí lo que había dicho, aunque pronto vi que sus frases no estaban bien articuladas simplemente porque era extranjero y que en realidad no había dicho cosas tan incomprensibles, seguramente tan sólo se había limitado a decir que él mejoraba con la fatiga, sólo eso. En realidad lo raro no era que hubiera dicho aquello de un tirón y sin articular bien las frases, lo raro no era la forma de decirlo sino lo que había dicho. Porque veamos, ¿quién mejora estando cansado?

"Yo mejoro con esa fatiga", había dicho. Me dije que no entender del todo la única frase suya que había entendido podía abrirme la puerta de apasionantes espacios desconocidos y, encima, centroeuropeos.

-¿Así que se siente bien cuando se cansa? -le dije.

Casi no aguardó a que terminara la pregunta y comenzó a decirme, con el mismo estilo atropellado de antes, que de niño, allá en su poblado cercano a Belgrado, "disfrutaba del cansancio común en compañía de todos los del pueblo, los unos sentados en el único banco del lugar donde trillábamos la mies, los otros en la lanza del carro, y otros, más lejos ya, en la hierba, y todo era muy bonito, una nube de cansancio impalpable nos unía a todos, hasta que se anunciaba el siguiente cargamento de gavillas, en aquellos días yo aún me cansaba sin más, como se cansa la gente que se cansa, no como ahora que me canso y noto que me siento mejor que antes de cansarme, mejoro en la fatiga".

Me pareció que, aunque hablara mucho, no iba a cambiar nunca de mensaje e iba a seguir eternamente diciendo que mejoraba en la fatiga. Pero no fue así. Al poco rato, ayudándome de cierta paciencia, logré que dijera otras cosas, y éstas resultaron más interesantes de lo que esperaba. Se llamaba Goran, era serbio. Su adolescencia la había pasado en Siria, adonde su padre se había trasladado para trabajar de chofer de embajada. Después, a los veinte años, había vuelto a Belgrado, donde había participado en la guerra, había adorado los viriles combates hombre a hombre. Ahora estaba viajando por España. En Puertollano había trabajado hasta encontrar el placer de la fatiga. Córdoba era su siguiente etapa. Sentía nostalgia de los buenos tiempos bélicos. Luchar por Serbia había sido una causa romántica extraordinaria en un mundo en el que las guerras, como sucedía en aquellos momentos con la de Irak, no tenían sentido.

No pudo caerme más antipático su convencimiento de que en otro tiempo las guerras tenían sentido.

-No quisiera fatigarle -acabé diciéndole-, aunque sé que le gusta cansarse. Pero permítame una pregunta, y luego vuelvo yo a leer mi periódico, ¿usted cree que la desaparición absoluta del sentido no es una idea sino ya un hecho consumado en el mundo actual?

Se quedó completamente confundido y callado y yo pude dedicarme a pensar en Barthes, que a veces imaginaba un mundo que estaría exento de sentido (como uno está exento del servicio militar), un mundo en el que se podría vivir con la ausencia de todo signo.

Pensando en la utopía de la abolición del sentido, imaginé a alguien que no trataría de darle sentido al absurdo ni a la vida ni al mundo, alguien que a su vez imaginaría un sentido que llegaría después y para el que habría que atravesar un largo camino de iniciación, nada menos que el sentido en su totalidad, para poder extenuarlo, eximirlo. Miré hacia atrás y vi que habíamos dejado ya muy lejos Puertollano, pero que, no obstante, Puertollano, la antigua Portus Planus de los romanos, seguía teniendo sentido.

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