Come y calla
Llevan más de veinte años callándose para ser escuchados. Cada vez se callan mejor. ¿Habrá suficientes silencios para saciar todas las bocas? No lo tengo claro, pero sí se que los de Tricicle deberían llenar con sus silencios la agotadora palabrería madrileña durante los meses electorales, y después. Caiga quien caiga. Ni una palabra necia sobre el escenario. Eficaces silentes de un viejo local que fue asiento de cine mudo, lugar de sicalipsis y de fe en el progreso. Situado en lo que fue plaza del Progreso, hoy de Tirso de Molina, tampoco está mal. Justo en la frontera contemporánea donde la ciudad se hace mestiza, sin papeles, extranjera de sí misma y cruce de caminos. Casi haciendo esquina con ese teatro popular vivieron dos magníficos silenciosos, dos vecinos que se ignoraron, pequeños de talla y largos de arte, Pablo Picasso y Pepe Isbert. El gran Isbert al final de su vida era muy económico en palabras y en amores. No sé si por haber abusado de joven. Cuentan que había una señora empeñada en tener un encuentro carnal con el ya más que maduro actor. Insistía la señora, y el actor, con su voz rota, le tuvo que decir: "Mire, señora, sólo me queda un polvo y se lo tengo prometido a mi señora". Yo no lo oí, me lo contó Pedro Beltrán. Y como dice mi admirado Lec, "cuando los chismes envejecen, se convierten en mito". Mitologías aparte, me encantaría que los habitantes de ese barrio, Lavapiés, todos esos que todavía no dominan bien nuestra lengua, escucharan los silencios universales de Tricicle. Ya puestos, también me gustaría que pasaran una noche en la ópera. En Tosca, por ejemplo. A Nuria Espert, que nunca disimuló sus orígenes de barcelonesa popular y humilde, no le dolerán prendas. No vendría mal un poco de variedad humana en los estrenos del Real. Siempre van los mismos armanis, incluso las mismas vulgaris. A veces se pone la cosa tan seria en el vestir que parece una reunión de la Academia de la Lengua. Esta semana les hemos visto muy sobrios por fuera, aunque por dentro van tan acelerados que ya han vendido la moto, no quieren ser carrozas ni tener comeduras de coco. Yo sigo despeinándome con Lec, creo que ya va siendo hora de popularizar las élites. Por algo se empieza. Cambiar algunas formas no debe ser más difícil que mantener herméticamente abiertas las ventanas, como dice un conocido mío muy cuidadoso con sus palabras.
Nada cuidadoso con las palabras, pero con un poder de comunicación, un dominio de la escena y unas artes de prestidigitador, se mostró el otro día la estrella absoluta, el galáctico mayor del reino gastronómico Ferran Adrià. Se habían reunido los grandes chefs, y el mago sin pucheros, ante un auditorio entregado, con enormes pantallas para ampliar su alquimia, fue capaz de convencernos de que el futuro de nuestra cocina se hace con gelatinas calientes, raviolis esféricos, aires de zanahorias o que el caviar se saca de un melón. Me convirtió. Ya había conquistado EE UU con la ayuda de The New York Times, ahora tiene rendidos a los franceses. Le Monde le consagra dentro de unos días como el nuevo gran chef. Bocusse ha muerto, ¡viva Adrià! Viva, mientras pueda seguir el trote, el galope y las ideas de su semejante, de la primera estrella histórica de nuestra renovación, Juan Mari Arzak. Cuenta Adrià, el joven cuarentón, que no puede seguir la marcha diurna y nocturna de su amigo Arzak, sesentón. En sus periplos internacionales, Juan Mari es capaz de despertarle a las cuatro de la mañana porque ha tenido una idea para un nuevo plato. Los sueños de los cocineros tienen sabores.
También hubo concurso de bocatas. El jurado, además del compañero de alquimias, de exotismos y atrevimientos de Adrià, el flaco, fumador -¿cómo lo hará fuera de España?- y curioso Juli Soler, lo componían unos cuantos destacados de la crítica gastronómica. Fueron presentados por Lorenzo Díaz, que consiguió enfadar, con pocas palabras, a Santiago Segura. Lo confundió con Torrente y lo definió como una figura de la comida basura. ¡Nada que ver! Santiago Segura, que guarda la línea, se cuida, no bebe, no fuma, no... sigo. Quiero decir que no es Torrente, además es un triunfador, propietario de restaurantes con modernidad, ligereza y diseño. Espacios donde no admitirían a ningún Torrente de aquéllos. También estaba entre bocatas y maestros -Arola, Arbelaitz, Subijana, De la Osa- un gran cocinero en la intimidad, Víctor Manuel. Tranquilos, no piensa dejar lo suyo, aunque sus amigos aseguran que podría dar el cante con sus platos. Lo suyo es amor al arte. Cualquier día se lo pueden encontrar buscando trufas en compañía de Serrat, por un mercado del Perigord o por tierras de Soria. Es lo que tiene haber sido chico de la posguerra, que después te entran unas ganas de vengarte con delicatessen. Adiós a las fabes de antaño. España, en cocina y silencios, va bien. Lo demás son ganas de bronca electoral.
No sólo callé y comí. También bebí. Unas cervecitas, y en compañía de Esperanza Aguirre y Gil de Biedma, Luis Alberto de Cuenca, Miguel del Valle-Inclán -nieto del marqués de Bradomín-, Rodríguez de la Flor y otros de apellidos compuestos y convocados a una exposición en el Leguidú madrileño, en la antigua fábrica de cervezas El Águila. Un homenaje al más surrealista del grupo de La Codorniz, Enrique Herreros. Un vanguardista carpetovetónico, que supo buscar el silencio en las montañas, el ruido en la farándula y los pellizcos en los jóvenes muslos de Sarita Montiel. Nada mal para empezar. Ah, también estaba Enrique Cerezo, que, más allá del Atlético de Madrid, es el dueño y señor de la mayoría del cine español. Incluidas esas que poco le gustan a Haro Tecglen. Y eso que Cerezo no tiene apellidos compuestos.
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