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Desiguales ante la ley

Desiguales ante la ley. Así se titula un artículo de Enrique Arias Vega, publicado en esta misma página el pasado sábado.

No sé si profilácticamente -cosa que sería innecesaria-, Arias Vega nos recuerda que el ex ministro socialista Borrell dijo un día "yo soy jacobino". Y apostilla Arias Vega: "O sea, centralista, para simplificar". De eso a Zapatero, "válgaos Dios, ducado de a dos", digo yo. Claro que Borrell, siempre reñido con la tontería, repartía provocaciones e ironías a mansalva. "Gotas de sangre jacobina" corrían por las venas de A. Machado y es de suponer que por las de Borrell, antes y ahora; como por las de todos los que tienen el corazón en el sitio.

Jacobino y centralista no son conceptos sinónimos ni el dios que lo fundó; aunque por estos pagos, no es Arias Vega el único en confundirlos. El jacobinismo es una religión laica y política, cercana al totalitarismo como arma instrumental y cuyo fin último es arrancar de las mentes todo residuo del pasado. A las bravas, vía el terror y otros instrumentos, entre los cuales, la centralización llegará a ser innecesaria. De la generosidad de sus fines, de la creencia en la perfectibilidad del hombre hemos tomado esas "gotas de sangre jacobina" que se atribuye justamente Machado. Pero al grano.

Diecisiete tribunales supremos de justicia: diferenciación jurídica. Así interpreta Arias Vega el proyecto del PSOE. ¿Lo interpreta? ¿Por qué no nos explica entonces cómo ha llegado a esa conclusión? Afirmar haciendo caso omiso de las razones del otro, es propaganda pura y dura, al estilo que se traen y se llevan los políticos. Es mi mayor reproche a Arias Vega, que construya un artículo a partir de premisas que hemos de dar por buenas, pues de lo contrario, ¿a qué seguir leyendo? Un columnista no es un político y menos un político en campaña. En el caso que nos ocupa, el lector querrá saber si, en efecto, la justicia quedaría en manos autonómicas, con exclusión del Estado. A partir de ahí, ya puede el columnista ofrecernos su versión de las consecuencias.

Según los socialistas, su propuesta deja en pie, y muy en pie, al Tribunal Supremo. Simplemente aligeraría su carga, que tal como es hoy, constituye un obstáculo para la administración de justicia. Ciertos delitos, como por ejemplo contra el Estado, seguirían bajo su jurisdicción. Como bajo su jurisdicción estaría la unificación doctrinal, con lo que no habrá desigualdad ante la ley, pues qué más nos da que la última instancia judicial para un crimen común sea el Supremo o el más alto tribunal autonómico. En ambos casos, la ley sería la misma, sólo cambiarían los jueces, que si se pueden equivocar aquí, también se pueden equivocar allá. A cambio de una justicia más ágil, existiría tal vez el peligro de la proximidad. Reconozcamos que la tan cacareada cercanía al ciudadano es un arma de doble filo, pero nadie dice que no haya que sopesarlo todo. Por ejemplo: ¿Estamos ante una medida pro o antiautonómica? De lo anterior se desprende que ambos, Estado y autonomías, saldrían reforzados, cosa que, personalmente, me parece deseable. ¿Me equivoco en todo lo dicho? Es posible y no me espanta, pues la razón primera y última de este escrito no es defender una o la otra tesis, sino presentar objeciones a la manera de enfocar un artículo. ¿Qué pasaría si el Tribunal Supremo se tomara a pecho lo de la unificación doctrinal y les hiciera la vida difícil a los altos tribunales autonómicos? ¿Y qué si ocurriera lo contrario? Seguro que hay más interrogantes, pero la cuestión nace muerta si el político hace lo que suele, propaganda, y el columnista adopta un punto de partida que da por bueno no sabemos por la gracia de quién, o de qué. Aunque se sospeche.

Ocurre lo mismo con las agencias tributarias, mencionadas también por Arias Vega. (El caso de Euskadi no nos sirve, pues ya el lehendakari Ardanza se ufanaba de que su nación tenía independencia fiscal plena). En Estados Unidos el contribuyente hace la declaración federal y la del Estado en que vive y el país no se hunde por eso. Pero reconociendo el hecho, este diario se ha mostrado cauto: "Si el objetivo es crear agencias tributarias con independencia, poder de inspección e información fiscal propia, la propuesta necesita un debate a fondo, por mucho que éste sea un modelo vigente en países de estructura federal" (EL PAÍS de 11 de enero de 2004). Debate a fondo. Pero ni Jordi Sevilla, ni Miguel Sebastián, ni menos Magdalena Álvarez, negarán tal necesidad. Dice esta última: "El ejercicio de estas competencias podrá llevarse a cabo, entre otras alternativas, por agencias tributarias propias de las comunidades autónomas, bajo el más absoluto respeto a los principios de armonización y coordinación con la agencia estatal, especialmente en lo que se refiere al intercambio de información y a la lucha contra el fraude fiscal". He subrayado las palabras "entre otras alternativas".

En efecto, si bien fondo y forma pueden afectarse y confundirse mutuamente, el hecho es que no se trata de multiplicar organismos (ni "17 guardias civiles ni 17 agencias tributarias", dice Magdalena Álvarez). Se pretende un espacio fiscal propio para aquellos impuestos sobre los que se tiene capacidad normativa. Existe un peligro de dispersión y por eso el debate está abierto. Mientras se llega a un acuerdo, bueno será recordarles a quienes los dedos se les antojan huéspedes, la famosa cesta de impuestos propuesta por Zaplana y aceptada por Rato y Rajoy. Claro que Zaplana, Rato y Rajoy son españoles con pedigrí y Zapatero, Álvarez, Sevilla y Sebastián, no. Tal vez separatistas del tipo conde-duque de Olivares, o sea, sin conciencia de serlo. ¿Lo sabe Arias Vega? La Isabel II que puso fin al desbarajuste de pesas y medidas -según nos informa agradecidamente el periodista- tuvo un gran antecedente en Olivares, quien con buenas intenciones y escaso talento, ya llegó tarde a ese mercantilismo que en países como Francia, Holanda, Inglaterra, dio un impulso decisivo a la formación del espíritu nacional.

Pero artículos como el de Arias Vega no contribuyen precisamente al intento de recuperación de los siglos perdidos. Son más bien gasolina para las tensiones centrífugas, para el victimismo justo y para el injusto.

Manuel Lloris es doctor en Filosofía y Letras.

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