La mano que mece la cuna
El Grupo de Transacciones Ilícitas de la CIA no figura en ninguna guía de teléfonos. No se encuentra en ninguna base de datos ni página de Internet. El GTI es uno de esos pequeños secretos de Washington, un grupo de héroes anónimos cuyo trabajo consiste en seguir la pista a contrabandistas, terroristas y blanqueadores de dinero. A finales de 1998, unos funcionarios del Consejo de Seguridad Nacional de la Casa Blanca llamaron al GTI para que les ayudaran a resolver un par de interrogantes: ¿cuánto dinero tenía Osama Bin Laden y cómo lo hacía circular? Las preguntas eran relativamente urgentes. Un grupo de terroristas de Al Qaeda acababa de destruir dos embajadas estadounidenses en África oriental. El CSN estaba empeñado en encontrar la manera de ponerle las cosas difíciles a la organización. En colaboración con el GTI, el Consejo de Seguridad Nacional formó un grupo de trabajo para examinar las finanzas de Al Qaeda. Durante meses, sus miembros estudiaron todos y cada uno de los datos que poseían los servicios de información de Estados Unidos sobre el dinero de la organización. Pronto se dieron cuenta de que sus teorías fundamentales sobre el origen del dinero de Bin Laden -su fortuna personal y sus negocios en Sudán- estaban equivocadas. Completamente equivocadas. Al Qaeda, dice William Wechsler, director del grupo de trabajo, era una "máquina permanente de recaudar fondos". ¿Y dónde recaudaba la mayor parte de esos fondos? La prueba era indiscutible: en Arabia Saudí. El aliado histórico de Estados Unidos y primer productor de petróleo del mundo se había convertido, como dice un alto funcionario del Departamento del Tesoro, en "el epicentro" de la financiación del terrorismo. Para los especialistas de los servicios de información no fue totalmente una sorpresa. Sin embargo, hasta los atentados del 11 de septiembre de 2001, las autoridades estadounidenses hicieron muy pocos intentos de pedir cuentas a los saudíes, no sólo sobre la financiación del terror, sino sobre el apoyo a los fundamentalistas y los yihadistas de otros países. A lo largo de los últimos 25 años, el reino del desierto ha sido la mayor fuerza impulsora del fundamentalismo islámico, y sus organizaciones benéficas, gigantescas y sin regular, han canalizado cientos de millones de dólares a grupos de la yihad y a células de Al Qaeda en todo el mundo. Los hallazgos son resultado de cinco meses de investigación de U.S. News, basada en el examen de miles de páginas de actas judiciales, informes de los servicios de espionaje de Estados Unidos y otros países, y otra serie de documentos. Además, la revista ha hablado detalladamente con más de tres docenas de agentes y ex-agentes de la lucha antiterrorista, además de funcionarios del Gobierno y expertos en Riad, la capital saudí. He aquí algunas de las principales conclusiones:
La CIA se dio cuenta de que Al Qaeda era una máquina permanente de recaudar dinero. ¿Y dónde conseguía los fondos? En Arabia Saudí, aliado histórico de EE UU y primer productor de petróleo
Los saudíes dicen que sus organizaciones benéficas han hecho mucho bien en otros países; los problemas han surgido en unas cuantas oficinas rebeldes
Algunas organizaciones benéficas canalizaron un dinero que transformó grupos desorganizados de rebeldes en un movimiento complejo e interconectado
Arabia ha sido el mayor patrocinador del fundamentalismo islámico; y sus organizaciones benéficas han canalizado cientos de millones hacia Al Qaeda
La política de limpieza étnica de los serbios atrajo a cientos de 'yihadistas' dispuestos a defender a los musulmanes bosnios. También llegó dinero saudí
A partir de 1996, Bin Laden abrió campos de entrenamiento y envió dinero a grupos terroristas. Luego comenzó a planear ataques contra Estados Unidos
En 1999, las autoridades rusas sospechaban que había en camino un millón de dólares para los rebeldes de la República de Chechenia
Antes del 11-S, un movimiento en crecimiento de fanáticos religiosos del Tercer Mundo no era algo que se tomara en serio en el Washington oficial
El Gobierno estadounidense no supo ver en la 'yihad' y Al Qaeda la amenaza ideológica más grave para la seguridad nacional desde el final de la guerra fría
Impulsar el wahabismo hacia el siglo XXI no es fácil. "No se pueden cambiar 70 años de historia de la noche a la mañana", dice un politólogo saudí
1. Desde finales de los ochenta -tras los dos golpes de la revolución iraní y la invasión soviética de Afganistán-, las organizaciones benéficas cuasi-oficiales de Arabia Saudí se convirtieron en la principal fuente de dinero para el movimiento de la yihad, en rápida expansión. El dinero se usó en unos 20 países para organizar campos de entrenamiento paramilitares, adquirir armas y reclutar a nuevos miembros.
2. Las organizaciones benéficas formaban parte de una extraordinaria campaña saudí, valorada en 70.000 millones de dólares, para extender a todo el mundo la secta wahabí, fundamentalista. Según las autoridades, el dinero ayudó a sentar los cimientos de cientos de mezquitas, escuelas y centros islámicos radicales que han servido de redes de apoyo al movimiento de la yihad.
3. Los servicios de información estadounidenses conocían el papel de Arabia Saudí en la financiación del terrorismo desde 1996, pero Washington no hizo prácticamente nada para detenerlo durante años. Según un veterano analista de los servicios secretos, abordar la vinculación de los saudíes con el terrorismo era "prácticamente tabú". Incluso después de la explosión de las embajadas en África, los intentos de los servicios antiterroristas de actuar contra los saudíes fueron repetidamente rechazados por las autoridades del Departamento de Estado y otros ministerios, que opinaban que la lucha contra el terrorismo era menos importante que otros intereses de política exterior.
4. La generosidad saudí ayudó a que las autoridades estadounidenses miraran hacia otro lado, según dicen algunos veteranos agentes de los servicios de espionaje. Miles de millones de dólares en contratos, subvenciones y salarios han ido a parar a una gran variedad de ex funcionarios de Estados Unidos que han tenido tratos con los saudíes: embajadores, jefes de oficinas de la CIA, incluso ministros.
5. La resistencia de Washington a exigir a los saudíes aclaraciones sobre el terrorismo fue un elemento más de un fallo estratégico general, como el de no dar la señal de alarma sobre el ascenso de la yihad a escala mundial. Durante los años noventa, los servicios de información estadounidenses publicaron una serie de Valoraciones Nacionales de Datos -que juzgan los retos que aguardan a EE UU en todo el mundo- sobre amenazas de misiles balísticos, emigración y enfermedades infecciosas; pero el Gobierno no hizo pública ninguna valoración sobre el movimiento de la yihad ni Al Qaeda.
Las autoridades saudíes afirman que sus organizaciones benéficas han hecho mucho bien en otros países y que los problemas han surgido en unas cuantas oficinas rebeldes. También dicen que Riad está tomando, con retraso, medidas enérgicas, igual que hizo Washington después del 11-S. "Es posible que esta gente se haya aprovechado de nuestras organizaciones benéficas", dice Adel al Jubeir, asesor de política exterior del príncipe heredero. "Estamos investigándolo y hemos tomado medidas para garantizar que no vuelva a ocurrir".
Para comprender por qué los saudíes financian un movimiento que en la actualidad aterroriza incluso a su propia sociedad, es preciso hacer un poco de historia. El Reino de Arabia Saudí nació de una especie de matrimonio de conveniencia entre la Casa de Saud y la estricta secta islámica de los wahabitas. En el siglo XVIII, Mohammed Ibn Saud, un caudillo local y antepasado de la familia reinante actual, se alió con fundamentalistas de la secta. A lo largo de los 200 años siguientes, con la ayuda de los wahabitas, Saúd y sus descendientes conquistaron gran parte de la península Arábiga, incluidos los lugares sagrados del islam, La Meca y Medina. Puritanos y ascéticos, los wahabitas adquirieron gran dominio sobre la sociedad saudí e impusieron una interpretación estricta de ciertas creencias del Corán. Su policía religiosa se aseguraba de que los súbditos rezasen cinco veces al día y las mujeres estuvieran cubiertas de la cabeza a los pies. Se prohibieron las religiones rivales y se castigó a los criminales a ser lapidados, azotados y decapitados.
Los wahabitas no eran más que una secta dentro de un movimiento de retorno a las raíces del islam que ejercía escasa atracción en el extranjero. Pero las cosas empezaron a cambiar, primero con la llegada del dinero del petróleo en los años setenta, que llenó los cofres saudíes de miles de millones de petrodólares. Luego llegaron la revolución iraní y la invasión soviética de Afganistán en 1979. Pero el peor augurio fue, para los saudíes, un tercer sobresalto ocurrido ese mismo año: la breve y sangrienta toma por extremistas de la Gran Mezquita de La Meca.
Amenazados dentro del reino y temerosos de que los radicales de Teherán afianzaran su liderazgo en el mundo musulmán, los saudíes empezaron a gastar como locos. Desde 1975 hasta el año pasado, el reino saudí invirtió más de 70.000 millones de dólares en ayuda exterior, según un estudio de documentos oficiales realizado por el Centro de Política para la Seguridad, con sede en Washington. Más de dos tercios de esa cantidad fueron a parar a "actividades islámicas": construir mezquitas, escuelas religiosas y centros religiosos wahabitas, según Alex Alexiev, del CPS y antiguo asesor de la CIA sobre conflictos étnicos y religiosos. El programa de financiación saudí, dice Alexiev, es "la mayor campaña mundial de propaganda nunca vista", muy superior a los esfuerzos de los soviéticos en los peores momentos de la guerra fría. El semanario saudí Ain al Yaqeen informaba el año pasado de que el coste era "astronómico" y presumía de los resultados: unas 1.500 mezquitas, 210 centros islámicos, 202 universidades y caso 2.000 escuelas en países no islámicos.
La clave de este enorme esfuerzo de evangelización eran las organizaciones benéficas muy vinculadas a la clase dirigente y clerical de Arabia Saudí. A través de organismos como la Liga Musulmana Mundial y su afiliada, la Organización para el Auxilio Islámico Internacional, los saudíes dedicaron todavía más miles de millones de dólares para difundir el wahabismo. La OAII, por ejemplo, se atribuía la financiación de 575 mezquitas sólo en Indonesia. Junto al dinero siempre había, de forma invariable, una profusión de literatura wahabita. Los clérigos dirigían el asalto y los imams moderados empezaron a preocuparse por el radicalismo creciente entre los fieles. Los detractores alegan que las enseñanzas más extremistas de los -la desconfianza hacia los infieles, el hecho de calificar de apóstatas a las sectas rivales y el énfasis en la yihad violenta- sentaron las bases para la proliferación de grupos terroristas en todo el mundo.
Si los esfuerzos de los saudíes se hubieran limitado a impulsar el fundamentalismo en el extranjero, su trabajo podría haber provocado controversia. Pero algunas organizaciones benéficas saudíes desempeñaron un papel mucho más inquietante. Ahora, las autoridades estadounidenses dicen que las principales organizaciones sirvieron de conducto para un dinero que ayudó a transformar grupos desorganizados de rebeldes y yihadistas en un movimiento complejo e interconectado, con ambiciones de dimensión mundial. Muchos de los que difundían la doctrina wahabita en el extranjero estaban entre los más firmes creyentes en la guerra santa, y entregaron vastas sumas de dinero a la nueva red de Al Qaeda. Durante la última década, según un informe presentado ante el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas en 2002, Al Qaeda y otros grupos yihadistas recaudaron entre 300 y 500 millones de dólares, en su mayor parte de organizaciones benéficas y donantes particulares saudíes.
Los orígenes de Al Qaeda están íntimamente unidos a dichas organizaciones, según comprenden ahora los analistas. Osama Bin Laden y sus seguidores no eran precisamente guerreros santos; eran recaudadores profanos. En Afganistán, entre Riad y Washington reunieron alrededor de 3.500 millones de dólares para financiar a los muyahidín, los combatientes afganos que vencieron a los soviéticos. Al mismo tiempo, hombres como Bin Laden recaudaban fondos para los miles de yihadistas extranjeros que estaban llegando al país. Convencieron a los clérigos de todo el mundo islámico para que entregaran el dinero del zakat -las donaciones caritativas que son parte esencial de la religión islámica- y, de esa forma, reunieron sumas impresionantes. Obtuvieron millones de príncipes y comerciantes acaudalados de todo Oriente Próximo. Y, sobre todo, unieron sus fuerzas a las de las organizaciones benéficas saudíes, muchas de las cuales ya destinaban su ayuda a los combatientes.
Afganistán no sólo forjó redes financieras sino vínculos importantes entre los defensores de la yihad violenta. Durante la guerra afgana, el hombre que dirigía la oficina de la Liga Musulmana Mundial en Peshawar, Pakistán, era el mentor de Bin Laden, Abdullah Azzam. Otro responsable era Wael Julaidan, un especialista en recaudar fondos que crearía Al Qaeda con Bin Laden en 1988. Los documentos encontrados en registros posteriores al 11-S revelan hasta qué punto mantenían vínculos estrechos. Uno de esos documentos, encontrado en una organización financiada por los saudíes en Bosnia, contiene las actas manuscritas de una reunión entre Bin Laden y otros tres hombres, puestas por escritos bajo el membrete de la OAII y la Liga Musulmana Mundial. Las notas hablan de la apertura de "oficinas de la liga... para los paquistaníes", con el fin de poder hacer "ataques" desde ellas. Un apunte encabezado por el membrete de la Media Luna Roja Saudí -la Cruz Roja- en Peshawar pide que se haga el inventario de las "armas". Va acompañado de una solicitud de Bin Laden a Julaidan, en la que habla de "la extrema necesidad de armas".
En 1992, después de que los soviéticos salieran humillados de Afganistán, Bin Laden trasladó su bisoña organización Al Qaeda a Sudán. A esas alturas estaba ya formándose una tormenta de radicalismo islámico en todo el mundo musulmán. Algunos afganoárabes, veteranos de la guerra de Afganistán, deseaban un cambio radical en sus respectivos países, dominados por regímenes laicos y corruptos. Otros se dirigieron a territorios en los que veían oprimidos a sus hermanos musulmanes, como Cachemira y Bosnia. Los saudíes, pobres y ricos, respondieron con donaciones en miles de cajas de zakat en las mezquitas, los supermercados y las escuelas, y repartieron ayuda entre los musulmanes acosados de Argelia, Bosnia, Cachemira, Cisjordania y Gaza. Se recolectaron millones.
Las organizaciones benéficas saudíes abrieron oficinas en lugares conflictivos de todo el mundo, explican los funcionarios estadounidenses, sin que hubiera prácticamente ningún control sobre la forma de gastar el dinero. Los donantes subvencionaron muchos proyectos meritorios, como orfanatos y hospitales, y proporcionaron alimentos, ropa y medicinas a los refugiados. Pero en 1994 Riad empezó a recibir quejas: el ministro francés del Interior decía que los fondos saudíes estaban llegando a manos de los terroristas argelinos y el presidente Clinton que servían para financiar Hamás, cuyos atentados suicidas estaban arruinando el proceso de paz en Oriente Próximo. También surgieron preocupaciones en Filipinas, donde la investigación de un plan de Al Qaeda para asesinar al Papa y hacer estallar una docena de aviones estadounidenses condujo a la oficina local de la Organización para el Auxilio Islámico Internacional. Su director era un cuñado de Bin Laden, Muhammad Jamal Jalifa, y se dedicaba a distribuir el dinero entre los principales grupos guerrilleros islámicos de la región, Abu Sayyaf y el Frente Moro Islámico de Liberación.
Ahora bien, fue Bosnia lo que, al final, atrajo la atención prolongada de la CIA. A principios de los noventa, las políticas de limpieza étnica de los serbios atrajeron a cientos de yihadistas extranjeros a la región, dispuestos a defender a los musulmanes bosnios. También llegó dinero saudí. Sólo en 1994, los donantes saudíes enviaron, a través de organizaciones islámicas de socorro, 150 millones de dólares a Bosnia, según la embajada de Estados Unidos en Riad. Pero grandes cantidades acababan en manos indebidas. Una investigación de la CIA descubrió que un tercio de las organizaciones benéficas islámicas en los Balcanes -entre ellas, la OAII- había "facilitado las actividades de grupos islámicos vinculados al terrorismo", incluidos planes para secuestrar o matar a personal estadounidense. Los grupos componían un quién es quién del terrorismo islámico: Hamás, Hezbolá, extremistas argelinos y el grupo egipcio Al Gama'a al Islamiyya, cuyo jefe espiritual, el jeque Omar Abdel Rahman, fue condenado posteriormente a cadena perpetua por intento de volar Naciones Unidas y otros lugares simbólicos de Nueva York.
En un informe secreto de 1996, los responsables de la CIA reunieron, por fin, lo que sabían sobre las organizaciones benéficas islámicas. El documento identificaba más de 50 organizaciones islámicas que participaban en acciones de ayuda internacional y llegaba a la conclusión de que, igual que en los Balcanes, la tercera parte de ellas estaban vinculadas a grupos terroristas. "Los activistas islámicos son mayoritarios en los puestos de dirección de las organizaciones más importantes", continuaba el informe. "Incluso altos directivos de los organismos encargados de recaudar fondos o vigilar las operaciones en Arabia Saudí, Kuwait y Pakistán -como el Alto Comisionado saudí- intervienen en actividades ilícitas, entre ellas el apoyo a terroristas".
Como tapadera, las organizaciones benéficas eran perfectas. Algunas suministraban pisos francos, identidades y documentos de viaje falsos. Otras ofrecían armas y material. Según la CIA, casi todas repartían cantidades considerables de dinero en efectivo, con poca o ninguna documentación. Y parecían estar en todas partes. A mediados de los noventa, la Liga Musulmana Mundial tenía 30 sucursales en todo el mundo, mientras que la OAII poseía oficinas en más de 90 países. La CIA descubrió que la OAII subvencionaba "seis campos de entrenamiento de extremistas en Afganistán", un país en el que Riad respaldaba a una oscura secta llamada los talibanes, cuyas prácticas religiosas se acercaban al wahabismo. El jefe de una oficina de la Liga en Pakistán pasaba documentos de la organización y armas a militantes en Afganistán y Tayikistán. Otra organización benéfica saudí había empezado a subvencionar a los rebeldes en Chechenia.
Aunque esas organizaciones se denominaban fundaciones privadas, no lo eran en el sentido que tienen en Estados Unidos. La Liga Musulmana Mundial y la OAII, por ejemplo, cuentan con la supervisión del gran mufti de Arabia Saudí, la máxima autoridad religiosa del reino. Reciben mucho dinero del Gobierno y los miembros de la familia real, y utilizan las oficinas de asuntos islámicos de las embajadas saudíes en el extranjero. El actual secretario general de la Liga, Abdullah al Turki, fue ministro de asuntos islámicos durante seis años. "La Liga Musulmana Mundial, que es la madre de la OAII, es una organización totalmente subvencionada por el Gobierno", testificó el jefe de la oficina canadiense de la OAII en 1999 ante un tribunal. "En otras palabras, yo trabajo para el Gobierno de Arabia Saudí".
El año del informe de la CIA, 1996, fue también la época en la que Osama Bin Laden regresó a Afganistán, después de permanecer durante cuatro años en Sudán. Protegido por los talibanes y con grandes ingresos monetarios, Bin Laden, por fin, comenzó sus actividades. Abrió nuevos campos de entrenamiento y envió dinero a grupos terroristas ya establecidos o en proceso de creación. Luego empezó a planear ataques contra EE UU e incluso emitió una larga fatwa, un edicto religioso, en la que convocaba a los musulmanes devotos a librar la yihad contra los estadounidenses. La fatwa recibió escasa publicidad, pero en la CIA saltaron las alarmas en relación con Bin Laden. "Cada vez que se levantaba una piedra terrorista, debajo siempre aparecía él", recuerda un responsable de la lucha antiterrorista. En el cuartel general de la CIA se creó una oficina virtual dedicada a Bin Laden en la que se agruparon recursos para seguir la pista a sus operaciones.
Mientras tanto, los servicios de información de EE UU captaban charlas inquietantes en las comunicaciones que salían de Arabia Saudí. Las conversaciones interceptadas implicaban a miembros de la familia real en actividades de apoyo, no sólo de Al Qaeda, sino también de otros grupos terroristas, según han confirmado varias fuentes a US News. Ninguno de ellos era un miembro importante: la familia real incluye a unas 7.000 personas. Pero varios comentarios involucraban a algunos de los hombres de negocios más ricos del país. "No era nada definitivo, pero sí muy inquietante", explica un alto funcionario estadounidense. "Ése fue el año en el que tuvimos que reconocer que los saudíes eran un problema".
A pesar de que las pruebas se acumulaban, los diplomáticos ocultaron bajo la alfombra la cuestión de la complicidad saudí con los terroristas. Los expertos en antiterrorismo ofrecen varias razones para ello. Para empezar, todavía faltaban cinco años para los atentados del 11-S, y el terrorismo no se consideraba la amenaza estratégica que constituye hoy en día. Cada año no morían en atentados más que una docena de estadounidenses. Además, en muchos de los combates de la yihad, Washington era neutral, como en Cachemira, o incluso estaba de su parte, como en Bosnia. Cuando el dinero saudí empezó a financiar a los yihadistas que se dirigían a Chechenia, Washington "guió el ojo", como dice un analista. Asimismo, era difícil discernir la dimensión y el impacto que tenía el dinero saudí. "Conocíamos las líneas generales", explica Judith Yaphe, analista de la CIA especializada en Oriente Próximo hasta 1995. "Pero, antes del 11-S, muchas cosas las teníamos que intuir. Era como aquel relato del hombre ciego que examina un elefante".
Había otros motivos. En gran parte del Washington oficial, un movimiento de fanáticos religiosos del Tercer Mundo en crecimiento no era algo que se tomara en serio. Durante años, tras la caída del muro de Berlín, los responsables de los servicios de información siguieron siendo soviéticos, es decir, gente que seguía en la guerra fría, según Pat Lang, que fue analista de Oriente Próximo para el Servicio de Información del Departamento de Defensa durante los años noventa. "Los yihadistas eran marcianos para ellos". Peter Probst, por aquel entonces uno de los responsables de la lucha antiterrorista en el Pentágono, está de acuerdo. "Siempre que uno mencionaba estas amenazas, la gente se reía. Decían que estaba completamente paranoico".
El hecho de que el movimiento tuviera sus raíces en el islam hacía que fuera todavía más difícil hablar de ello. "Había miedo de que fuera un asunto demasiado espinoso", dice Probst. "Era el deseo de ser políticamente correctos llevada al extremo". Otros dicen que el mensaje era sutil pero claro. En la CIA, el mero hecho de obtener permiso para elaborar un informe sobre un tema puede exigir hasta cinco niveles de aprobación. Cuando se trataba de los vínculos entre Arabia Saudí y el terrorismo, la actitud era evidente: no interesaba. El resultado, dice un veterano de la CIA, fue "un bloqueo, en la práctica".
En el FBI las cosas no iban mejor. En 1998, una amplia investigación sobre financiación del terrorismo en Chicago había conducido a los agentes federales a descubrir un robo de 1,2 millones de dólares en una empresa química local. Sospechaban que el dinero se había enviado a Hamás. Los agentes pensaron que el origen de los fondos era curiosa: una organización benéfica saudí, la OAII, que había canalizado el dinero a través de la embajada de ese país. Altos funcionarios del Departamento de Justicia se alarmaron por la "seguridad nacional", pero el casó, al final, se abandonó. ¿Alguien dijo que no podíamos hacer nada porque íbamos a ofender a los saudíes? "No", dice Mark Flessner, fiscal en el caso. "¿Pero hubo siempre un preocupación de fondo? Sí ¿Fue un factor importante? Sí".
No hay que olvidar que los saudíes habían repartido millones de dólares por todo Washington. Los contratos saudíes han pagado grandes sumas para comprar amigos e influencias en la capital. En su reciente libro Sleeping With the Devil: How Washington Sold Our Soul for Saudi Crude [Durmiendo con el diablo: cómo vendió Washington nuestra alma a cambio del crudo saudí], el ex agente de la CIA Bob Baer lo llama el Plan de los 401 (mil) de Washington. "Los saudíes difundieron este mensaje: si entráis en el juego -si mantenéis la boca cerrada a propósito del reino saudí-, os favoreceremos", escribe Baer. La lista de beneficiarios es impresionante: antiguos miembros del gabinete, embajadores y jefes de oficinas de la CIA. También se han beneficiado de los saudíes miembros de grupos de presión, empresas de relaciones públicas y abogados, además de algunas organizaciones sin ánimo de lucro como el Kennedy Center o las bibliotecas presidenciales. El pujante Grupo Carlyle ha hecho fortunas con los negocios saudíes. Entre los principales del grupo están el ex presidente George Bush, su secretario de Estado, James Baker, y Frank Carlucci, ex secretario de Defensa. Por si eso fuera poco, estaba el inmenso volumen de inversiones saudíes en Estados Unidos, hasta 600.000 millones de dólares en bancos y mercados de valores.
Todo ese peso puede ayudar a entender por qué la Casa de Saud no tenía más en cuenta las preocupaciones de EE UU sobre el terrorismo. Riad no respondía a las preguntas oficiales sobre Bin Laden. Cuando unos terroristas de Hezbolá mataron a 19 soldados estadounidenses con un camión bomba en las torres de Jobar, Dhahran, en 1996, las autoridades saudíes pusieron obstáculos al FBI, y acabaron por excluirle de la investigación. Las relaciones eran tan delicadas que la CIA dio a sus agentes de la oficina de Riad instrucciones de que no recogieran datos sobre extremistas islámicos -ni siquiera después del atentado con el camión bomba- por temor a molestar a sus anfitriones, según han contado ex agentes a US News.
Los atentados contra las embajadas estadounidenses en Kenia y Tanzania, en agosto de 1998, cambiaron la situación. Unas semanas después, el CSN formó un grupo de trabajo sobre financiación del terrorismo, con miembros del Departamento del Tesoro y el Grupo de Transacciones Ilícitas de la CIA. (Posteriormente, el GTI quedó absorbido en el centro de antiterrorismo de la CIA.) En el cine, los espías estadounidenses suelen ser capaces de llevar a cabo hazañas extraordinarias. En el mundo real, por desgracia, la capacidad de Washington es muy limitada. Los miembros del grupo de trabajo pronto perdieron parte de su entusiasmo, el ver el escaso número de personas verdaderamente expertas en Oriente Próximo. Los que tenían conocimientos sobre la financiación del terrorismo eran todavía menos. Lo que sabía la CIA era tan poco, que no empezó a utilizar el nombre de Al Qaeda hasta ese año, diez años después de que Bin Laden hubiera fundado la organización. Y no sabía prácticamente nada de otros yihadistas como Al Qaeda repartidos por el mundo. Según un informe de los servicios secretos australianos, su principal aliado en Asia, Jemmah Islamiya, no fue objeto de investigación hasta después del 11-S.
Había otros problemas. El mundo islámico siempre ha sido un lugar de actuación difícil para los servicios de información occidentales; las células terroristas son especialmente difíciles de penetrar. Seguir el dinero destinado al crimen también es una tarea ardua. Plantearse Al Qaeda como objetivo reunía las tres cosas. El grupo de trabajo del CSN intentó formular lo que los funcionarios llamaban "una teoría del caso". Sus primeras preguntas fueron sencillas: ¿Cuánto costaba ser Bin Laden? ¿Cuánto costaba financiar Al Qaeda?
Los actos terroristas, incluso los más espectaculares como los del 11-S, son relativamente baratos de realizar. Sin embargo, cuanto más descubría el grupo de trabajo sobre Al Qaeda, más voluminoso parecía su presupuesto. Con sus campos de entrenamiento y sus actividades, y con los pagos a los talibanes y otros grupos terroristas, suponían que la cantidad debía de ascender a millones de dólares. Después de descubrir que la fortuna heredada de Bin Laden había desaparecido ya, en gran parte, y que sus empresas sudanesas estaban en bancarrota, la pregunta era de dónde procedía el dinero. La respuesta a la que llegaron fue: de las organizaciones benéficas y los donantes particulares saudíes.
En 1999, las organizaciones benéficas estaban ya mucho más integradas en el movimiento yihadista. En India, la policía detuvo a Sayed Abu Nasir, durante mucho tiempo funcionario de la OAII, por hacer planes para volar consulados estadounidenses. Nasir confesó que la organización financiaba, en secreto, docenas de campos de entrenamiento yihadistas en Pakistán y Afganistán. También impresionó el caso de la fundación Al Haramain, una de las mayores de Arabia Saudí, que repartía 50 millones de dólares anuales a través de medio centenar de oficinas en todo el mundo. Las investigaciones llevarían a las autoridades estadounidenses a la conclusión de que, al menos en diez países, dichas oficinas suministraban armas o dinero a terroristas, especialmente en Indonesia, Pakistán y Somalia. En el sureste asiático, Al Haramain era una fuente fundamental de financiación para Al Qaeda; en Chechenia, las autoridades rusas sospechaban que había en camino un millón de dólares para los rebeldes y había organizado la compra de 500 "armas pesadas" para los talibanes.
Y aún más. En Oriente Próximo, según supo la CIA, las donaciones saudíes cubrían hasta la mitad del presupuesto de Hamás, y pagaban compensaciones a las familias de los terroristas suicidas. En Pakistán, entraba tanto dinero saudí que un yihadista paquistaní de mediana categoría podía ganar siete veces el salario medio del país. La yihad se había convertido en una industria mundial, financiada por los saudíes. Daniel Benjamin, director de temas antiterroristas en el CSN, sabía que no existía nada semejante a lo que habían creado los saudíes. "Lo asombroso no era la estructura. Eran la ambición y la escala".
Esta vez había que hacer algo. El CSN acudió al vicepresidente Al Gore, que notificó a los saudíes que Washington deseaba una reunión con sus principales responsables de seguridad y asuntos bancarios. En junio de 1999, William Wechsler por el CSN, Richard Newcomb por el Departamento del Tesoro y otros miembros del grupo de trabajo volaron a Riad. Fueron recibidos por media docena de altos funcionarios saudíes, todos vestidos con túnicas blancas y kefiyes de cuadros. "Expusimos todo: lo que sabíamos y lo que pensábamos", cuenta un funcionario. "Les dijimos que acababan de volar dos de nuestras embajadas y que necesitábamos tener otro tipo de relación con ellos".
Pronto se vieron un par de cosas. La primera, que los saudíes no tenían prácticamente ningún sistema de normativa financiera ni forma de supervisar sus organizaciones benéficas. La segunda, que la policía y las autoridades bancarias de Arabia Saudí nunca habían trabajado en colaboración, ni tenían especiales deseos de empezar a hacerlo. Todo eso era un problema, pero los estadounidenses dijeron a las claras que tenían intención de actuar. Si los saudíes no tomaban medidas, explicó Newcomb, los responsables del Tesoro tenían la capacidad necesaria para congelar los activos de los grupos e individuos que financiaban a los terroristas. El mensaje llegó. La mención de las personas con fortunas suscitó gran nerviosismo entre los saudíes. Sin embargo, en algunos aspectos, parecían sinceramente confundidos. Algunos subrayaron que las luchas de la yihad en ciertas regiones, como Israel y Chechenia, eran legítimas. Pero se mostraron de acuerdo en que tal vez tenían un problema. Aseguraron que iban a hacer cambios.
No cambió nada. Una segunda visita de una delegación estadounidense, en enero de 2000, causó más o menos la misma reacción. Aún peor, el grupo sufría el mismo trato en su propio país. Ante la frustración provocada por Riad, la Oficina de Control de Activos Extranjeros de Newcomb, en el Tesoro, empezó a proponer nombres de organizaciones y empresarios saudíes para que se les aplicaran sanciones. Ahora bien, las sanciones necesitaban ser aprobadas por un comité intergubernamental, y eso nunca sucedió. La CIA y el FBI no eran muy entusiastas de la idea, porque les preocupaba que esas sanciones acabaran con la mínima cooperación que les prestaban sus homólogos saudíes. Pero fue el Departamento de Estado el que más objeciones mostró. "El Departamento de Estado", recuerda un funcionario, "siempre pensó que teníamos que capturar un pez mucho más grande".
No todo el mundo estaba de acuerdo en el ministerio. En otoño de 1999, Michael Sheehan, el tenaz coordinador de la lucha antiterrorista en el Departamento de Estado, había visto informes sobre las organizaciones benéficas islámicas, y estaba horrorizado. Como parte de un informe todavía secreto, envió un cable a los embajadores de EE UU en el que les decía que insistieran ante los respectivos Gobiernos que debían tomar enérgicas medidas contra los grupos. Pero algunas personas del departamento respondieron que las organizaciones benéficas llevaban a cabo una labor importante, y lucharon para detener la iniciativa de Sheehan. El cable quedó olvidado.
Tras la resistencia a enfrentarse a los saudíes había un fallo más importante: la incapacidad de Washington de reconocer el peligro estratégico que representaba la expansión del movimiento de la yihad, del que Al Qaeda no es más que la cabeza. El Gobierno estadounidense no supo ver la amenaza ideológica más grave para la seguridad nacional desde el final de la guerra fría. "Había gente que sí se daba cuenta, entre los analistas, entre los supervisores, pero estábamos en minoría", dice Pat Lang, ex analista del Pentágono. "No podíamos conseguir que se tomaran en serio el mundo del islam y la amenaza que representaba".
Veamos la labor del Consejo Nacional de Inteligencia, que está estrechamente relacionado con la CIA. En 1999, el CNI reunió a expertos de todo EE UU para que identificaran las tendencias mundiales -los motores clave, lo llamaron- que iban a afectar al mundo durante los 15 años siguientes. Un responsable de los servicios de información, el autor anónimo de Through our enemies eyes [Lo que piensan nuestros enemigos], que narra el ascenso de Al Qaeda, ha contado a US News que leyó el borrador del informe del CNI y le sorprendió ver que el fundamentalismo islámico no figuraba entre esos motores clave. El analista envió una nota al jefe del CNI para subrayarle que había casi una docena de rebeliones islámicas en el mundo, relacionadas con el dinero saudí, Al Qaeda y miles de veteranos de Afganistán. La respuesta fue: "Recibí una tarjeta navideña con una nota deseándome que mi familia se encontrara bien", recuerda esta persona. El informe final del CNI, Global Trends, 2015, apenas mencionaba el radicalismo en el mundo islámico. La vicepresidenta del CNI, Ellen Laipson, escribió más tarde que el informe "eludía" la cuestión porque "podría considerarse falto de sensibilidad y engendrar, sin quererlo, animadversión".
Esta falta de visión se prolongó con el nuevo Gobierno de Bush, según los agentes de la lucha antiterrorista. En los primeros tiempos de su mandato, dicen, el secretario del Tesoro, Paul O'Neill tomó medidas para impedir que se hiciera realidad una propuesta del grupo de trabajo del CSN sobre la creación de un centro de seguimiento de bienes pertenecientes a los grupos terroristas.
Durante el año siguiente, la policía registró las oficinas de las organizaciones benéficas saudíes en media docena de países. El Departamento del Tesoro ordenó que se congelaran los activos de muchas de ellas, incluidas las oficinas de Al Haramain en Bosnia y Somalia. En la oficina del Alto comisionado saudí en Bosnia, que coordinaba la ayuda local entre las organizaciones saudíes, la policía halló fotos del World Trade Center, antes y después, documentos sobre pesticidas y fumigadoras e información sobre cómo falsificar credenciales del Departamento de Estado. En el aeropuerto internacional de Manila, las autoridades detuvieron a Agus Dwikarna, un representante de Al Haramain residente en Indonesia. En su maleta había explosivos C4.
En las afueras de Washington, los agentes federales entraron en las oficinas de la OAII y la Liga Musulmana Mundial, además de un centenar más de grupos islámicos, casi todos con sede -al menos, teórica- en dos edificios situados en Virginia. Muchos comparten directores, oficinas y recursos financieros. Durante dos años, los investigadores han seguido la pista del dinero hasta fundaciones en paraísos fiscales y oscuras organizaciones benéficas que, según las actas judiciales, consideran vinculadas a Hamás, Al Qaeda y otros grupos terroristas. Hasta la fecha, no se ha procesado a ningún grupo. "No se puede seguir el rastro de un centavo hasta llegar a un terrorista", dice Nancy Luque, que tiene como clientes a varias de esas empresas.
Sin embargo, a medida que han salido a la luz más pruebas, las autoridades saudíes han acabado por reconocer que está pasando algo grave. En junio de este año, prometieron varias reformas. Fuentes de Riad se comprometieron a someter a las organizaciones a auditorías y reducir sus actividades en el extranjero. Las omnipresentes cajas de zakat han quedado prohibidas. Los saudíes equiparan la situación a la financiación del IRA por parte de EE UU. Durante los años setenta y ochenta, los activistas del IRA recaudaron millones de dólares entre los norteamericanos de origen irlandés, a pesar de las protestas británicas de que el dinero servía para sufragar el terrorismo. "Los saudíes no son donantes concienzudos", dice Chas Freeman, ex embajador en Riad, cuyo Consejo de Política para Oriente Próximo recibe fondos saudíes. "Nunca nos han preguntado qué hacemos con su dinero". Lo que muestran los saudíes, dice Freeman, no es complicidad, sino "negligencia e incompetencia".
Por supuesto, no todo el mundo está de acuerdo. Existe una demanda judicial de un billón de dólares contra una serie de príncipes, empresarios y organizaciones saudíes por financiar a los terroristas responsables de los atentados del 11-S. La querella, presentada por los familiares de más de 900 víctimas, se encuentra en plena tramitación en los tribunales estadounidenses. La ocultación, el pasado junio, de 27 páginas en el informe del Congreso sobre el 11-S -en las que se detallaban las subvenciones y los vínculos saudíes con Al Qaeda- no ha servido más que para alimentar las sospechas. Además, los responsables de la lucha antiterrorista ven con escepticismo que los saudíes vayan a cumplir sus promesas de reforma. El régimen no se tomó en serio la necesidad de medidas enérgicas, dicen, hasta el triple atentado suicida que golpeó Riad el 12 de mayo. Desde entonces, han detenido a más de 200 personas, han desintegrado una docena de células de Al Qaeda y han empezado a compartir información como no lo habían hecho hasta ahora. "Los saudíes no lo entendían, realmente", dice Wechsler, el ex coordinador del CSN. "No lo comprendieron después de los atentados contra las embajadas en el 98, ni después del atentado contra el buque de guerra Cole, ni el 11-S, ni Bali. Se dieron cuenta después del 12 de mayo". Está por ver. Este año, las autoridades saudíes anunciaron el cierre de todas las oficinas de Al Haramain en el extranjero. La noticia sorprendió a su director, Al Aqil, que en julio declaró a Reuters que todavía contaba con oficinas en Egipto, Yemen, Sudán, Mauritania, Nigeria y Bangladesh. Al Aqil, dicen los saudíes, está siendo investigado por fraude. Mientras tanto, en Pakistán, el presidente Pervez Musharraf ha pedido en dos ocasiones a Riad que interrrumpa el flujo de millones de dólares saudíes que llegan a los partidos políticos islámicos, los grupos de la yihad y las escuelas religiosas. También en este caso, los saudíes han prometido cambios, pero las autoridades paquistaníes se muestran escépticas. Señalan la visita a La Meca, el mes pasado, del jefe del Jamiat e Ullema Islam, uno de los principales partidos islámicos de Pakistán. El JUI comparte el poder en el Territorio del Noroeste paquistaní, donde ofrece refugio a los talibanes que cometen atentados en Afganistán. ¿Por qué estaba el líder del JUI en La Meca? Para recaudar fondos, según han dicho fuentes del JUI a US News. La mayor prueba para los saudíes será la reforma de su sociedad. El hecho de que sus organizaciones benéficas cayeran en manos del movimiento de la yihad se debió al apoyo del aparato religioso saudí, totalmente fundamentalista. Eso no va a ser fácil de cambiar. Desde el 12 de mayo, dicen fuentes en Riad, han expulsado a unos 2.000 clérigos radicales de sus mezquitas y han ordenado que se suavizara la retórica yihadista. Pero impulsar el wahabismo hacia el siglo XXI no va a ser fácil. "Necesitamos tiempo", dice Abdullah Alotaibi, politólogo en la Universidad Rey Saúd de Riad. "No se pueden cambiar 70 años de historia de la noche a la mañana".
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.