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Columna
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Apoteosis de la sustitución

Uno mantiene resabios de otro tiempo, cuando la lógica social llevaba a reparar las cosas cada vez que éstas se estropeaban. Antes la sociedad guardaba, digamos, una filosofía de zapatero remendón. Ahora todo resulta más expeditivo: si se estropea una cosa se compra otra y ya está.

La nueva ley no sólo afecta a los objetos, sino que empieza a hacerlo a las personas. El principio de sustitución, que ya es una obviedad en el cruel mundo de la empresa, gana terreno incluso en las relaciones íntimas. Presiento que el divorcio, esa legítima institución, va ganando en número a los matrimonios no ya indisolubles, pero sí al menos indisolutos. Si un cónyuge no funciona está bien sustituirlo y no cargar con él durante el resto de la vida, pero me temo que, así como pasa con las cosas, la voluntad de reparación va perdiendo fuerza. Cuando una relación no funciona parecería lógico, al menos al principio, intentar reconducirla. Y sin embargo esta estrategia pertenece a otras épocas. Se impone como primera opción el cambio.

Hace poco se me estropeó la pantalla del ordenador. Siguiendo mi costumbre, llamé a los informáticos y pedí que intentaran repararlo. Y ellos, siguiendo también la suya, me preguntaron si estaba loco. Poco después se presentaron en casa con una nueva pantalla. La reparación era posible, pero también antieconómica: dijeron que remendar mi antigualla resultaba tan caro como traer un nuevo monitor.

Me resigné a la ilusionante novedad, como esos cónyuges en dificultades que, antes de realizar un esfuerzo reparatorio, optan por el recambio. Quizás, con el tiempo, esta filosofía se extienda. Para gentes tridentinas, cambiar de cónyuge era tan inconcebible como cambiar de padres, de hijos o de abuela, pero a lo mejor lo que nos espera es precisamente eso: que cuando un padre o una hija no funcionen del todo nos sintamos con derecho a una nueva versión. No están tan lejos esos tiempos, sobre todo si uno presiente que el actual alud de solicitudes de adopción (y la imperativa y multitudinaria reclamación de facilitarlas) no se fundamentan tanto en el derecho de niños desvalidos a tener un hogar, sino en el irreprimible derecho de cualquier occidental a convertirse en padre o madre. También en este aspecto, como en otras transacciones, el Tercer Mundo se ha convertido en un espléndido proveedor de materia prima.

Las cosas ya no se reparan. Se sustituyen. Y a los viejos (que, por definición, no pueden repararse, ni, por economía de medios, merecen sustituirse) al menos se les aparca. Ante tanto desarraigo he encontrado una salida personal un tanto absurda: aún se guarda en casa de mi madre una manta que le regalaron cuando yo nací. Pienso reclamar en su momento, si tengo la suerte de morir en casa y en uso de mis facultades mentales, aquella manta azul, la manta que me envolvió de niño y que luego, durante muchos años, utilicé también para echar la siesta. Presiento que será un privilegio haber conservado a lo largo de toda la vida al menos una cosa, en este tiempo en que las cosas (y las personas) pasan por nuestra biografía con azarosa fugacidad.

Por cierto, al tiempo que me han cambiado la pantalla, he pedido que actualicen mi antivirus. Hace tiempo que me enseñaron cómo actualizar el mío, cómo hacerlo solo, sin molestar a nadie con mis cosas. Juro que apunté todos los pasos, juro que sigo una por una las instrucciones y juro que he intentado hacerlo cientos de veces. Pues bien, soy incapaz de actualizar el antivirus. Soy incapaz de actualizarme. Ahora que medito sobre la contingencia general del siglo, recuerdo el ingenuo comentario que formulé aquella vez en que el informático me instaló por vez primera un antivirus.

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-Tendrás que actualizarlo -recordó.

-Vale, vale, pero ya habrá tiempo para eso, ¿no? ¿Durante cuántos años el antivirus es absolutamente fiable?

-Quince días -sentenció, mientras ponía cara de que el mundo está bien hecho.

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