Cuando el capitalismo pierde la cabeza
1LA ECONOMÍA DEL ENGAÑO. Cualquiera entra en una oficina de un banco español, pasa la puerta de seguridad y recoge los abundantes trípticos de publicidad que se multiplican estos días, antes de fin de año, intentando convencerte de que suscribas un plan de pensiones o que inviertas tus ahorros en un fondo de inversión. Las frases son casi idénticas en todos ellos; desde las más genéricas ("Invierta su dinero en los mejores fondos internacionales de las más importantes gestoras") hasta las más lapidarias ("Siendo la mayor gestora de fondos independiente de fondos del mundo, con un total de 25 gestores y 64 analistas de renta variable en toda Europa, creemos que nadie analiza más a fondo las oportunidades de inversión que Fidelity...").
Los fondos de pensiones de EE UU gestionan siete billones de dólares, de casi 100 millones de ciudadanos. Es una cantidad 12 veces mayor que los Presupuestos Generales del Estado de España
Sin embargo, la industria de los fondos de inversión en Estados Unidos, la más importante del planeta, ha entrado en una profunda crisis de confianza por sus numerosas irregularidades, y está siendo investigada, a la par, por los organismos reguladores correspondientes y por la fiscalía general de varios Estados norteamericanos. Al entrar los fondos de inversión en la secuencia de escándalos financieros que asola EE UU desde hace dos años y que comenzó con el llamado caso Enron, la enfermedad moral del capitalismo cambia de naturaleza: cuando empresas como Enron o WorldCom quiebran, los perjudicados son sus accionistas, sus inversores, sus directivos, sus trabajadores y sus jubilados; son muchos, miles o incluso decenas de miles de personas, pero son una minoría. En cambio, si los fondos de inversión sufren algún tipo de aprieto crítico por un funcionamiento heterodoxo, los perjudicados son millones, pueden ser decenas o centenares de millones de ciudadanos. Afecta al aparato circulatorio del sistema. Noventa y cinco millones de norteamericanos tienen sus ahorros depositados en los más de 8.000 fondos de inversión que operan en EE UU, por valor de siete billones de dólares, lo que equivale, por ejemplo, a más de 12 veces los Presupuestos españoles. Y no vincula sólo a los ciudadanos americanos, sino a los de todo el mundo. Ciudadanos del planeta que han contado con la rentabilidad de esos fondos (o de los fondos de pensiones, que son una modalidad de los primeros) para asegurarse la vejez, ya que les han convencido de que, por la evolución demográfica, sus jubilaciones públicas corren el riesgo de ser irrelevantes.
El corazón del capitalismo del siglo XXI, el eje del sistema financiero internacional, son los fondos de inversión. Sus gestores manejan más dinero que el de los presupuestos de los países más ricos del mundo. Por ello alguien ha dicho que si se generalizase la crisis de confianza que ahora les aflige, sería la más importante de los últimos 50 años, y, por supuesto, mucho más significativa que los tumultos que han dañado al resto de los capítulos del sistema financiero: las empresas que cotizan en Bolsa; los bancos de inversión que les asesoran; las compañías auditoras que tendrían que haber detectado los engaños contables y no lo hicieron; los organismos reguladores que por desidia, incompetencia o falta de competencia o de medios permitieron el fraude; los ejecutivos y directivos que pusieron por delante su propio interés al de las sociedades que representaban; los mercados de divisas que llevan dos décadas blanqueando capitales y tratando desigualmente a unos inversores y a otros; etcétera. Y ahora, los fondos de inversión, en los que participan millones y millones de ciudadanos. Cuando Eliot Spitzer, el fiscal general de Nueva York, el llamado sheriff de Wall Street, comenzó hace unos meses a investigar los engaños de estos últimos, declaró: "Un pozo inmundo".
Es cierto que los niveles de responsabilidad en cada uno de estos fraudes y engaños son diferentes. Heterogéneos. No se pueden sumar peras y manzanas. En unos casos los responsables fueron algunos directivos intermedios, pero la administración general de la empresa no estaba contaminada; en otros, los defraudadores fueron los principales gestores, con la connivencia del Consejo de Administración. Pero, más allá, hay ejemplos de que la podredumbre puede haberse extendido, como una metástasis, por el conjunto de un sector o por un número muy significativo de empresas del mismo. Se calcula que al menos el 25% de los fondos de inversión trabajan con las prácticas abusivas que se han detectado. Las preguntas son inmediatas: ¿Por qué aflora ahora tanta corrupción empresarial? ¿Ha existido siempre y sólo en esta coyuntura se abre el melón de la misma en uno de esos cambios de sensibilidad de la sociedad que los científicos sólo detectan a posteriori? Si ello ocurre en EE UU, país en donde los sistemas de detección de los fallos y los excesos están más desarrollados y las penas son más efectivas, ¿qué estará pasando en la vieja Europa o en la emergente España? ¿Qué tiene que ver esta corrupción con la desregulación financiera puesta de moda desde los años ochenta por la revolución conservadora de Reagan y Thatcher?
El pasado mes de agosto, el semanario The Economist cumplió 160 años. Para celebrarlo publicó un número especial bajo el título de Capitalismo y
democracia. En él se defendía la siguiente tesis: los más potentes enemigos del capitalismo son los propios capitalistas. No son los movimientos a favor de una globalización alternativa, la izquierda socialdemócrata o los comunistas que han sobrevivido a la caída del muro de Berlín, sino los amigos del capitalismo, sus hombres de confianza que han soltado las riendas y abusan de su poder sin límite. El auge económico y de los mercados financieros de los años noventa fue tan extremo que su decadencia también está provocando unos resultados extremos: una pila de escándalos empresariales, el resentimiento generado por el enorme incremento de las desigualdades (según el profesor Bryand Hall, de la Harvard Business School, el sueldo de los consejeros delegados creció en los últimos 20 años un 600%, mientras que el de un trabajador medio tan sólo se incrementó un 15%), un abrumador agujero de los fondos de jubilación privados de millones de ciudadanos y, lo más crucial, una desilusión respecto de la capacidad de las instituciones democráticas para hacer que los culpables respondan de sus acciones.
2 EL CORAZÓN DEL SISTEMA. Los fondos de inversión son instituciones cuyo patrimonio se materializa en una cartera de activos financieros que se administra a través de unas entidades gestoras al objeto de conseguir los mayores rendimientos para sus partícipes, conforme a una diversificación de los riesgos. En ellos depositan los ahorros para las jubilación los empleados del sector privado y los funcionarios públicos, las universidades o las familias. Los fondos saben que su destino depende de la confianza que la opinión pública deposite en ellos.
Hace unos meses, las fiscalías de varios Estados norteamericanos iniciaron una investigación sobre algunos fondos, sospechosos de prácticas deshonestas en beneficio particular de los gestores y de trato de favor a algunos clientes en detrimento de los demás. Las conductas abusivas eran, en esencia, de dos tipos: operaciones de compra-venta de acciones de los grandes inversores a partir de las cuatro de la tarde, cuando los mercados de EE UU cerraban; la operación se realizaba en un mercado asiático aprovechando el margen de protección de los husos horarios, entre 12 y 15 horas. Si las cosas iban bien en el mercado asiático, los inversores se aseguraban unos beneficios con rapidez (late trading). La segunda tipología consistía en ejecutar entradas y salidas rápidas en el fondo de inversión aprovechando que su valor de liquidación se establece una vez al día, a pesar de que los valores en los que se interviene fluctúan a lo largo de la jornada (market timing). En definitiva, se les acusaba de invertir en acciones fuera del horario del mercado; de que algunas gestoras pagaron a los intermediarios para que impulsaran sus fondos y no otros; que hay entidades que concedieron retribuciones injustificadas a su personal para incentivar la venta de sus productos; que recomendaban a sus clientes valores en los que no creían, o de no informarles de los descuentos a los que tenían derecho. En román paladino, "es como si tu agente inmobiliario vende tu casa por un precio rebajado a un amigo tuyo, quien luego la revende por mucho más y paga una comisión a tu agente", como escribió el economista Paul Krugman en
T
he New York
Times.
Como en anteriores escándalos, que han generado una auténtica economía del engaño, en el de los fondos de inversión aparece la mayor parte de los nombres de su aristocracia. Bancos como Bank of America o Bank One; intermediarios como Morgan Stanley o Charles Schwab; gestores como Fidelity, Strong, Putnam, Alliance, Franklin Resources; entidades de tarjetas de crédito como American Express, etcétera, han sido o son investigados.
La gestión de este conflicto es un campo de minas para los organismos reguladores, ya que una generalización de la desconfianza de los inversores podría traer consigo la masiva retirada de fondos, lo que sería una catástrofe. Unos inversores resabiados por la pérdida de sus ahorros en el crash a cámara lenta que ha tenido lugar en las bolsas desde abril del año 2001.
3
REGULADOR RESABIADO. En esta gestión han jugado distinto papel los hombres de la Fiscalía General, dispuestos a hacer justicia caiga quien caiga, y los de la Securities and Exchange Commisión (SEC), el organismo regulador de los fondos de inversión, dispuestos, sobre todo, a estabilizar el sector y yugular las posibilidades de un efecto conta
gio que multiplique los problemas. Casi todos los días, durante semanas, han aparecido en los medios de comunicación nuevas revelaciones que dañaban aún más la reputación de los fondos.
La SEC ha llegado a varios acuerdos extrajudiciales con algunas entidades culpables del fraude. Castigó al banco de inversión Morgan Stanley Dean Witter con una multa de 50 millones de dólares por las prácticas que seguía en la venta de determinados títulos para favorecer a un grupo exclusivo de 16 compañías gestoras de fondos asociadas; un pacto que no estaba abierto a todos los clientes para los que trabaja Morgan como firma de corretaje. La SEC también firmó un pacto con la gestora Putnam Investment Management (propiedad del gigante asegurador Marsh and McLennan) para resolver las acusaciones presentadas en su contra por posibles operaciones fraudulentas. El compromiso consistió, además de la dimisión del presidente de Putnam, en que la gestora realizará reformas significativas sobre la ética de la sociedad y en la apertura de un proceso para calcular las compensaciones que pagará a los partícipes afectados por las pérdidas atribuidas tras el cierre del mercado. Cuando el mayor fondo de pensiones de EE UU, el California Public Employees Retirement System (Calpers), conoció las prácticas irregulares de Putnam, inmediatamente canceló el contrato que tenía con esta gestora.
La SEC y la Fiscalía entraron en una confrontación abierta. Spitzer, el fiscal de Nueva York, consideró que en el pacto del regulador con Putnam se había fijado un listón demasiado bajo para futuros acuerdos con otras firmas responsables de fraude. Las declaraciones no se hicieron esperar: "Yo le diría a Donaldson [presidente de la SEC] que no cierre acuerdos a mis espaldas. La reforma de los fondos de inversión debería ser diseñada para prestar a los inversores un valor real, en vez de servir sólo para aumentar los costes y reducir los retornos de las inversiones". Y el fiscal general del Estado de Massachusetts, William Galvin, remachó: "No están interesados en las malas prácticas. Están interesados en dar consuelo a la industria".
Los enfrentamientos entre la Justicia y la SEC no son nuevos. Cuando estalló el caso Enron en el último trimestre de 2001, el organismo regulador fue a remolque de las investigaciones de la Fiscalía. Entonces la SEC estaba presidida por Harvey Pitt, un hombre impuesto por George W. Bush que dimitió en noviembre de 2002, el mismo día en que se celebraban las elecciones a la Cámara de Representantes y el Senado. Se trató de una dimisión con sordina. El último presidente de la SEC con Clinton, Arthur Levitt, publicó hace unos meses un libro titulado expresivamente Oído en la calle. Lo que Wall Street y la empresa americana no quieren que usted sepa
, en el que se dice que la labor de lobby que practican los bancos de inversión y los auditores "resulta deprimente para cualquiera que crea en la democracia". Levitt explica que los analistas mejor pagados no son los que hacen las recomendaciones más acertadas, sino los que más negocios de banca de inversión atraían a las compañías en las que trabajaban. "La compensación determina el comportamiento de los analistas", afirma.
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REDADA EN WALL STREET. 18 de noviembre pasado. Una cadena generalista de televisión consigue las imágenes de una redada en Wall Street. Una cincuentena de intermediarios financieros especializados en operaciones con divisas son detenidos por agentes del FBI. Los intermediarios son acusados de extorsión, estafa a los inversores y blanqueo de dinero negro, una práctica que en algunos casos llevaban desarrollando desde hace dos décadas. La trama también tenía una doble técnica: los agentes de cambio engañaban a los inversores más conservadores haciéndoles creer que su dinero iba a ser depositado con sumo cuidado en operaciones seguras y predecibles, que aportaban grandes beneficios; en segundo lugar, algunos empleados corruptos, situados en todos los niveles del sistema interbancario, lograban que los bancos realizaran operaciones de cambio en divisas con pérdidas, y a cambio recibían una compensación -otra vez el concepto mágico- por la operación. El mercado de cambios mueve diariamente entre 1,2 y 1,5 billones de dólares, la cantidad que produce en todo un año un país como Francia.
En el caso de este escándalo se repiten dos características que aparecen en todos los que han ocurrido: en él aparecen las principales empresas del sector y se trata de un trozo del sistema financiero muy poco centralizado y escasamente regulado..
Unas semanas antes de esto surge otro alboroto. Esta vez se trata de un organismo regulador sui géneris: la Bolsa de Nueva York. Su presidente, Richard Grasso, había ideado un método, desconocido por la mayor parte de los operadores que le pagaban, para cobrar este año más de 180 millones de dólares, cuando el mercado de valores no se había recuperado de la larga crisis que le ha debilitado tanto. El hombrecito que tocaba la campanilla de Wall Street en los días especiales (por ejemplo, tras los atentados del 11-S) tuvo que dimitir y fue sustituido por John Reed, anterior número uno de Citigroup, el primer grupo financiero del mundo (consejero de Telefónica Internacional con Juan Villalonga).
No hay día sin escándalo. El capitalismo americano parece un juego de muñecas rusas en el que fallan todas las murallas chinas: conflictos entre los consejos de administración y los accionistas, entre los accionistas y los ejecutivos, entre las empresas y sus compañías auditoras, entre sus servicios de auditoría y de consultoría, en los bancos de negocios entre sus servicios de inversión y los de asesoría. Y entre todos ellos, los organismos reguladores y la Justicia.
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EL MANTRA DE LA AUTORREGULACIÓN. ¿Qué tiene que ver este capitalismo del fraude y el engaño con el de sus padres fundadores, Adam Smith, Benjamin Franklin o Max Weber? El presidente de la SEC, William Donaldson, declaró hace pocos días en el Senado norteamericano: "La autorregulación ha fracasado". El capitalismo requiere confianza; los ahorradores tienen que poner su dinero en manos de otros y para hacerlo han de esperar como mínimo que no les estafen. La fuerte regulación fortalece al capitalismo.
La regulación, ha dicho el profesor Joseph Stiglitz, impide a las empresas y al sector financiero aprovecharse de su capacidad de monopolio cuando la competencia es limitada; ayuda a mitigar los conflictos de intereses y las prácticas abusivas, de modo que los inversores puedan tener confianza en que el mercado proporciona un marco de juego limpio y que aquellos que dicen que actúan en defensa de sus intereses en realidad lo hacen así. Pero la otra cara de todo esto es que la regulación actúa en detrimento de los beneficios rápidos; por eso se han multiplicado los lobbys autorregulación.
Este premio Nobel de Economía, antiguo economista jefe del Banco Mundial, entiende que los escándalos generalizados han derrumbado estrepitosamente los fundamentos intelectuales de la economía del laissez faire: la creencia en que los mercados se bastan a sí mismos para manejar con eficacia, no digamos con justicia, toda la economía. En su último libro Los feli
ces
noventa, concluye: "El mantra de la desregulación se ha revelado como una trampa que, lejos de llevarnos al grado de regulación más adecuado, nos ha conducido a la supresión irreflexiva y sin más de todo mecanismo regulador. Nada tiene de casual que el origen de tantos problemas de los felices noventa se remonte al momento en el que se desregularon sectores como el de las eléctricas, telecomunicaciones o finanzas... Las economías de mercado no se autorregulan, son zarandeadas por golpes que están fuera de su control, tienen tendencia a las manías y a los pánicos [homenaje a Kindleberger], a la exageración irracional y al pesimismo, a las estafas y a una asunción de riesgos que roza la de los juegos de azar, y a que muchos de sus errores y fechorías sean soportadas por toda la sociedad".
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