La memoria desmemoriada (del fiscal general del Estado)
El autor mantiene que el principio constitucional de jerarquía en el ministerio fiscal debe ser compartido con un funcionamiento democrático e imparcial
El pasado 30 de octubre, el fiscal general del Estado compareció ante el Congreso de los Diputados para informar sobre la Memoria elevada este año al Gobierno. La intervención de dicha autoridad fue, una vez más, la expresión de una concepción errónea sobre las funciones del fiscal en el Estado democrático de derecho.
Cuando es interpelado sobre los criterios que han presidido la dirección de la Fiscalía Anticorrupción, dice así: "La sumisión expresa y estricta del ministerio fiscal al principio de legalidad... deja un escaso margen a la discrecionalidad que prácticamente desaparece dentro del proceso penal edificado sobre el principio de obligatoriedad en el ejercicio de la acción penal". Está muy bien como reconocimiento del marco normativo, porque, en efecto, así es. Pero no pasa de ser una proclamación meramente retórica.
No es admisible que el fiscal general traslade a los ciudadanos la obligatoria persecución de los delitos
Todos los esfuerzos serán pocos para reforzar la Fiscalía Anticorrupción
El fiscal general del Estado, dirigiendo la Fiscalía Anticorrupción, ha llevado hasta la exasperación el ejercicio de sus facultades legales incrementado de forma sistemática el control sobre las actuaciones de la Fiscalía Especial.
El principio constitucional de jerarquía que rige en el ministerio fiscal puede y debe ser compatible con un funcionamiento democrático de la institución y con la necesaria autonomía de las fiscalías y de los fiscales. Autonomía que quiere decir imparcialidad y objetividad ante cualquier clase de intereses económicos o políticos.
La realidad, sin embargo, ha sido bien distinta. El margen de discrecionalidad del fiscal general del Estado no ha sido tan escaso. Ha sido cada vez mayor en función de los intereses en juego cuando la Fiscalía Anticorrupción decidía abrir una investigación o ejercer acciones penales. Las razonables discrepancias jurídicas que pueden producirse en el interior de una institución jerarquizada no son suficientes para explicar decisiones y resultados que son públicos y notorios. La Fiscalía Especial no pudo investigar el crédito otorgado por el HSBC -entidad sancionada por la Comisión de Blanqueo de Capitales- a la sociedad Muinmo, SL, vinculada al actual ministro de Economía. La fiscalía no pudo investigar el alcance penal de los hechos que pudieran haber influido o determinado la crisis de la Asamblea de Madrid. La fiscalía, en el proceso penal por la venta de la sociedad Ertoil, está sujeta, como no ha ocurrido nunca en la historia del ministerio fiscal, a un rigurosísimo control que le impide tomar cualquier clase de iniciativa procesal sin la previa conformidad del fiscal general. Fue notoria la cerrada oposición del fiscal general a las querellas de la Fiscalía Especial por presuntos delitos de alteración de precios en el mercado de combustibles, atribuidos a ciertas petroleras, y por uso de información privilegiada atribuible a un conocido e importante empresario de este país. Los hechos son tan patentes que no necesitan mayores explicaciones. En todo caso, lo cierto es que en los dos últimos supuestos la posición del fiscal general quedó desautorizada cuando los jueces de instrucción acordaron abrir los correspondientes procedimientos penales.
Antes había dicho -el fiscal general- que el fiscal tiene la obligación de actuar penalmente. Sin embargo, es un deber que parece no vincularles especialmente. Así resulta de sus propias palabras: "... Nuestro ordenamiento jurídico no concede al fiscal general del Estado poder alguno para impedir o dificultar la investigación de éste o aquel delito". Faltaría más, ya que sería incompatible con los principios constitucionales a que está sometido el ministerio fiscal. La posición del fiscal general favorece, objetivamente, la pasividad o inactividad del ministerio fiscal ante ciertas formas de delincuencia como son las de "cuello blanco". Y hasta pretende encontrar una justificación que, ciertamente, resulta inconcebible. El fiscal general no puede impedir que se investigue un delito porque dice que, en tal caso, podrán actuar las acusaciones particulares y populares, a las que define como "un saludable mecanismo tendente a garantizar la presencia de otros intereses en el proceso penal". Naturalmente que los ciudadanos pueden ejercitar acciones penales y afortunadamente lo hacen, más de una vez supliendo al ministerio fiscal. Pero no es admisible que el fiscal general traslade a los ciudadanos lo que es un deber constitucional y específico del ministerio fiscal, la obligatoria persecución de los delitos. Máxime cuando, como el fiscal general sabe, los ciudadanos, ante los delitos económicos y de corrupción, difícilmente podrán disponer de los conocimientos y la capacidad necesaria para acudir a los tribunales en los mismos términos que el ministerio fiscal y que las fiscalías especializadas.
Los criterios expuestos por el fiscal general son coherentes con su pronunciamiento sobre la Fiscalía Anticorrupción. Dijo, en relación a la ley creadora de la misma, de 1995, que es "una ley heredada de una época ya superada". Para el fiscal general, la corrupción parece una cuestión del pasado. Arguye que "cualquier miembro del ministerio fiscal tiene una idoneidad potencial para hacer frente al reto de la lucha contra la corrupción" -lo que sólo es relativamente cierto- y que esa actuación "no puede hacerse recaer de modo exclusivo y excluyente" en una fiscalía, llegando a la misma conclusión que ya había expresado anteriormente el ministro de Justicia. La Fiscalía Anticorrupción debe ampliar sus competencias. Es significativo el presupuesto de esta conclusión. Dice el fiscal general que "el concepto de corrupción ha de ser entendido como un concepto dinámico". Y, en consecuencia, plantea atribuirle el conocimiento de otras formas delictivas como la criminalidad cibernética o relacionadas con la propiedad industrial y la inmigración. Conductas que nada tienen que ver con la corrupción y que ningún Estado ni tratado internacional las asocian a ella. Es razonable que así sea, dado que ese supuesto dinamismo pretendido por el fiscal general no puede variar la esencia de la corrupción que es el abuso desleal de la función pública con fines lucrativos. Conviene recordar al fiscal general que los delitos de corrupción tienen un contenido específico, perfectamente diferenciados de otros tipos penales, y lesiona bienes jurídicos de gran relevancia. Por eso se creó la Fiscalía Especial. Y por la misma razón los convenios internacionales, y en particular el del Consejo de Europa, circunscriben las conductas delictivas de corrupción a las que cometen las autoridades y funcionarios en el ejercicio de sus cargos sin confusión alguna con otra clase de delitos. Todo ello, salvo que el planteamiento del fiscal general tenga como objetivo reducir o limitar la acción especializada contra la corrupción, fenómeno criminal de extrema gravedad con el que convivimos por más que resulte, ahora más que nunca, aparentemente invisible. No en vano, el Consejo de Europa no se cansa de repetir que constituye "una amenaza para la preeminencia del derecho, de la democracia y de los derechos humanos... poniendo en peligro la estabilidad de las instituciones democráticas y los fundamentos morales de la sociedad". Por todo ello, todos los esfuerzos serán pocos para reforzar e impulsar la Fiscalía Especial con el objetivo central y exclusivo -como ocurre actualmente- de afrontar la delincuencia financiera y de corrupción, sobre todo cuando aparece asociada a fenómenos de criminalidad organizada.
Ante esta realidad, estamos seguros de que el fiscal general mantendrá una posición firme. Y el Gobierno debería disponer ya de una estrategia global anticorrupción que contiene un elemento inaplazable, que suscriba el convenio penal y civil sobre la corrupción que, desde 1999, está pendiente de ser asumido por el Gobierno español hasta el punto de que es el único Estado de la Unión Europea que aún no lo ha hecho. Ya es hora.
Carlos Jiménez Villarejo es jurista.
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