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No hay derecho

El Gobierno sigue conmemorando la Constitución no sólo con actos más o menos folclóricos y patrioteros, sino también con crecientes violaciones del Estado democrático de derecho. Es notorio, por su repetición, el control que ejerce sobre todos los ámbitos del máximo poder jurisdiccional y de la Fiscalía General. Son sabidas y sufridas las leyes que ha ido imponiendo al país, le guste o no a éste; su monolítica mayoría parlamentaria, a menudo sin discusión ni aceptación de enmiendas o mediante maniobras técnicas desleales como añadir de improviso en el trámite senatorial un añadido a un proyecto de ley distinta a la discutida en el Congreso. Es evidente su incapacidad repetida de afrontar los debates políticos propios de una democracia pluralista normal (a la que se dice enfáticamente defender) y, sin rubor de mostrar su faz más autoritaria, se ha lanzado, ante los idus de marzo, a una guerra preventiva, de las que gustan los señores Aznar-Rajoy, con abusos penales como obuses. Una vez más, su única respuesta a los problemas (terrorismo, inseguridad ciudadana, inmigración, reformas autonómicas, etcétera), si no es la ineficacia o la chapuza, son la condena, el castigo, la represión y la cárcel, igual que en tiempos no tan lejanos del régimen anterior a la democracia.

La escalada represiva se llena la boca de palabras jurídicas, de cantos a la ley y al derecho, y el ciudadano medio no puede saber lo que, por oficio y por desgracia, sabemos algunos: que son proclamas embusteras para ocultar el uso torticero y el abuso de unas normas que no tienen en sí la finalidad, ni amparan el interés sectario, de quien, a sabiendas, las manipula. Ya en la Ley de Partidos se puso de relieve la afrenta al espíritu constitucional, contrario a la ilegalización de los que no fueran condenados por ilícitos penales de sus dirigentes. Pero la sentencia de la Sala Especial del Tribunal Supremo, pensada para otros menesteres, ilegalizó y disolvió a un partido harto conocido y, en el trámite de ejecución, ordenó al Parlamento vasco que disolviera el grupo parlamentario correspondiente, pese a no estar habilitada ni por su propio fallo sentenciador ni por la misma ley. Al responder el presidente de la Cámara que esto vulneraba la autonomía parlamentaria y, al defenderla, basándose en la jurisprudencia constitucional sobre la diferente naturaleza jurídica de los partidos y de los grupos parlamentarios y el respeto debido a los miembros de éstos y al reglamento de los órganos legislativos, el fiscal del Estado presentó querella criminal contra él por desobediencia.

Con este acto, el Gobierno inauguró un bombardeo de medidas políticas, en apariencia jurídicas, con la excusa de impedir el proyecto Ibarretxe de reforma estatutaria y constitucional, perfectamente legítimo e incluso posible, que no puede obstaculizarse legalmente con el recurso que el Gobierno ha presentado ante el Tribunal Constitucional, aunque nadie se haga ilusiones de que así lo entienda tan independiente magistratura. Reacio a dar una solución política a un problema político y criminalizando al que ofrece un debate abierto sobre el mismo, el Gobierno agrava hasta el máximo y de modo imparable el conflicto, y así lo han denunciado en este diario políticos tan sensatos y distintos como Herrero de Miñón y Santiago Carrillo, junto a destacados constitucionalistas.

Las medidas represivas prosiguen para prevenir otras desobediencias, reintroduciendo en España el delito político, de infausta memoria franquista. Se crean nuevos delitos que llevarían a la cárcel al lehendakari y al presidente del Parlamento vasco, lo cual provocaría la, por lo visto, deseada insurrección general vasca. Se habla de una ley que desarrollaría el artículo 155 de la Constitución, considerado, sin fundamento alguno, habilitante de la suspensión de los estatutos de autonomía, ya que éstos se hallan garantizados por el artículo 2 de la misma. Si pasamos a las demás comunidades, una nueva ley les prohíbe mejorar las pensiones, vulnerando así su competencia exclusiva en asistencia social. A esta prohibición se suma, en el caso andaluz, el recurso por inconstitucionalidad contra la ley autonómica que permite el estudio sobre embriones, pues el Gobierno pretende que la competencia estatal de fomento y mera coordinación de la investigación científica le permite el monopolio de su ejercicio.

En resumen, el derecho, las leyes, los recursos y los jueces y tribunales, los pretende manejar el Gobierno como y cuando le conviene, para fines partidistas y siempre contra sus rivales políticos más peligrosos: el primer partido de la oposición y los de las nacionalidades que aspiran a reformar su autogobierno para integrarse en un Estado que sea democrático y plural de verdad, no el que amenaza con retomar el régimen preconstitucional que a tanto sacrificio político y humano obligó. Esta actitud tiene en Mariano Rajoy, candidato a la Presidencia del Gobierno por heredero de José María Aznar, un protagonista no tan correoso, huidizo y socarrón como parecía, sino tan frío y arrogante como él, dispuesto a darle la batalla a toda discrepancia legítima en nombre de una España y de una constitución monopolizadas para, a la postre, violarlas y negarlas mejor. Porque no hay patria común donde las patrias propias son criminalizadas y expulsadas, y no hay constitución donde no se da separación de poderes independientes ni se respetan las normas constitucionales y estatutarias y, en fin, cuando se adulteran la letra, el espíritu o la finalidad de las leyes.

Hoy, pendientes como estamos, esperando a Josep Lluís Carod, de si éste devolverá o no los votos que ganó a una CiU que ha ofrecido los suyos al PP para que gobierne si no alcanza la mayoría absoluta de ahora, creo que nada sería peor para el Estado democrático de derecho que su única esperanza -es decir, los partidos de la izquierda y del nacionalismo verdadero- fuese derrotada en los idus de marzo. No hay derecho tampoco a que eso ocurra.

J. A. González Casanova es profesor de Derecho Constitucional de la UB.

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