Una razonable cautela
El problema de la aplicación de la democracia directa a los grandes Estados se planteó al mismo tiempo que se gestaban, a fines del siglo XVIII, las formas democráticas de la política. De entrada, Rousseau había formulado ya en el Contrato social su advertencia contra unos órganos representativos que constituían una mediación indeseable para la expresión de la voluntad general. Los intereses de un cuerpo como el Senado, confirma en su escrito sobre el Gobierno de Polonia, son de tipo particular y contrarios a la ley, que ha de responder al interés general. Tales críticas se encuentran en la base de las reflexiones de aquellos revolucionarios franceses que intentan superar ese límite de la democracia representativa y acceder a la verdadera voluntad política del pueblo, para lo cual es necesario el referéndum. Es Condorcet, a mitad de camino entre la Constitución francesa de 1791 y la republicana del año I, quien esboza una problemática cuya validez se mantiene hasta nuestros días. A su juicio, toca a los representantes elaborar las leyes e incluso redactar la Constitución, pero cuando "se plantea una cuestión que interesa a toda la República" conviene que sean los ciudadanos los que la resuelvan por medio de un referéndum. Incluso cabe la iniciativa directa de los ciudadanos para proponer un tema al legislador o para rectificar una resolución.
"ARTÍCULO 149, 1, 32ª. El Estado tiene competencia exclusiva sobre (...) Autorización para la convocatoria de consultas populares por vía de referéndum"
"ARTÍCULO 152, 2. Una vez sancionados y promulgados los respectivos Estatutos, solamente podrán ser modificados mediante los procedimientos en ellos establecidos y con referéndum entre los electores inscritos en los censos correspondientes"
El mito positivo de la Roma republicana reforzaba el prestigio del referéndum, pero otra cosa era regular su puesta en práctica, y de hecho en el proyecto constitucional del año I todo quedará en agua de borrajas, consagrando el referéndum en teoría y la aceptación tácita en la práctica. Será la reacción termidoriana la que paradójicamente adopte el voto directo, sólo que para ratificar la elección indirecta de los representantes. Surge el voto plebiscitario en tanto que instrumento de un ejecutivo autoritario para superar los obstáculos que pudiera oponerle el legislativo. Tal es aún el sentido básico de los referendos con los que De Gaulle impone en 1962 su reforma constitucional. En la vertiente opuesta, en nuestro entorno europeo, tendríamos la proliferación de referendos en la República italiana, aceptando la iniciativa popular en la línea prevista por Condorcet, hasta llegar a un innegable desgaste del procedimiento.
Nuestros constituyentes evitaron, tanto esta dimensión de democracia directa, con el referéndum convocado desde abajo, como la deriva plebiscitaria. De nuevo en la estela de Condorcet, el artículo 92.1 dispone que "las decisiones políticas de especial trascendencia", por iniciativa del Gobierno y con autorización del Congreso, puedan ser sometidas a referéndum, pero consultivo. Fue el caso del referéndum sobre la OTAN, en 1986, que sirvió también para recordar tanto el peso democrático de ese tipo de convocatorias -el no hubiera obligado a la salida, más allá de la letra de la ley fundamental-, como la fragilidad de las mismas ante una manipulación desde el poder. El abuso entonces del control de los medios de comunicación desde el Gobierno y el falseamiento inducido por una redacción tendenciosa de las preguntas constituyen otras tantas advertencias en contra de la aceptación del procedimiento sin las debidas garantías para que efectivamente tenga lugar la manifestación de la voluntad general. Otro tanto podría decirse del siempre citado referéndum de Quebec en 1995, donde la "soberanía" (independencia) se edulcoraba con la falsa alternativa de una oferta de asociación (partnership) cuyo rechazo era conocido de antemano. Ibarretxe sigue la misma vía.
Siempre dentro de una estricta lógica democrática, al reforzar el régimen representativo por medio del voto directo de los ciudadanos, el referéndum desempeña un papel central en los procesos de aprobación y reforma de la Constitución y de los estatutos de autonomía (artículos 168.3, 151.3, 151.5...), si bien el artículo 147.3 deja bien claro que la reforma propuesta de un Estatuto requerirá la aprobación de las Cortes generales mediante ley orgánica. En consecuencia, toda pretensión de reformar el régimen autonómico o de crear una nueva situación política, como es el caso de la "propuesta" de Ibarretxe, prescindiendo de la aprobación de las Cortes, es, desde su planteamiento, estrictamente contraria a la Constitución. Y a pesar de la oleada de palabras que pretenden probar lo contrario, por lo mismo, antidemocrática, dado que el cauce para la reforma existe dentro de nuestro ordenamiento constitucional y en modo alguno niega la manifestación de la voluntad de los ciudadanos de las autonomías.
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