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Maragall y la política basura

Aparentemente, la gran noticia de las elecciones catalanas ha sido la derrota de Maragall. Que su candidatura haya sido, como en 1999, la más votada es interpretado como un dato prácticamente irrelevante, dado que los votos que ha conseguido han sido bastante inferiores a lo esperado y dado que, gracias a una ley electoral de corte caciquil, esa mayoría de votos no se ha traducido, como no se tradujo en 1999, en una mayoría de escaños.

Al amparo de esa sesgada lectura de los resultados electorales, no se han hecho esperar las descalificaciones hacia la campaña desarrollada por Maragall como tampoco han faltado los réquiem por su carrera política.

Desde luego, la campaña del candidato y su equipo no ha sido un modelo para imitar, pero los resultados obtenidos en absoluto autorizan a descartar con frivolidad su más que legítima opción a presidir la Generalitat y formar un gobierno de coalición que refleje la holgada mayoría social que ha apostado por opciones autodeclaradas de izquierdas.

En todo caso, hay algunos asuntos sobre los que, a mi entender, vale la pena reflexionar. Uno de ellos es, por ejemplo, el creciente e impune dominio de la política basura en la escena pública catalana. Otro, por supuesto, es el futuro que nos espera en Cataluña. Vayamos por partes. ¿En qué consiste la política basura? Entre otras lindezas, en primar la chulería y la agresividad verbal por encima del razonamiento y la argumentación. En mentir descaradamente, acusar y difamar gratuitamente a los adversarios. En cambiar de posiciones y de alianzas sin sonrojo. En afirmar la comunión espiritual de uno mismo con algún tipo de referente esencial (la Patria, el Pueblo, Occidente, la Libertad, todo vale...) y en demonizar al adversario como enemigo íntimo de los valores más sagrados. En ignorar sistemáticamente los mecanismos socioeconómicos que se hallan en la base de las desigualdades y de las injusticias sociales, de la inseguridad, de la degradación medioambiental, y por tanto del malestar de amplios sectores de la población. En minimizar los problemas internos y maximizar los de origen exterior, reales o supuestos. En ignorar también sistemáticamente los hechos y las conductas reales como elemento de verificación de los discursos políticos. En apelar al corazón como órgano y a los sentimientos como criterio de decisión política. En tratar de atontar, en fin, a la ciudadanía convirtiendo las contiendas electorales en ediciones especiales de Gran Hermano o de Operación Triunfo, en escenificaciones donde lo que cuenta es la combinación de una supuesta gallardía personal con el desparpajo, la fotogenia, el ingenio, la vocalización, y donde la complejidad de la vida real no tiene ninguna importancia, es más, es cuidadosamente ocultada.

Que una campaña basada en estos mecanismos sea considerada algo normal debería hacernos plantear unos cuantos interrogantes sobre la salud de nuestra democracia. Claro que, al igual que la televisión basura, la política basura a menudo resulta muy rentable para sus promotores. Tan rentable para ellos como nefasta para los ciudadanos.

En este sentido, uno de los errores de Maragall ha sido el de negarse a participar en esta clase de espectáculos. Sus intervenciones han planteado casi siempre cuestiones y problemas reales y complejos, sin ofrecer respuestas mixtificadoras, oportunistas y simplistas. Pero también es verdad que no ha conseguido transmitir con claridad otro tipo de discurso, hacer comprensible otra lógica política que reflejase y comunicase la que él mismo ha encarnado durante 15 años como alcalde de Barcelona. Como Josep Ramoneda ha escrito, Maragall es mucho mejor gobernante que candidato.

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Ahora bien, no nos confundamos. El apresuramiento y la saña con que desde muy diversos medios se está pretendiendo enterrarle políticamente constituye justamente un índice claro de la heterodoxia de Maragall como animal político, de la incomodidad que provoca entre aquéllos -incluidos algunos sectores de su propio partido- para los que la política basura es su caldo de cultivo y su medio de vida, un escenario gremial en el que competir por el poder y eternizarse en él entre sonrisas y vómitos, palmaditas y dentelladas.

Por otra parte, la retirada de Pujol de la escena política ha favorecido el silencio sobre una acción de gobierno que en cualquier país democrático y con una tradición crítica sólida y responsable merecería un juicio público durísimo en prácticamente todos los terrenos: desde la suburbialización territorial y la degradación medioambiental hasta el cultivo permanente de la crispación interhispánica como cortina de humo y como estrategia de autoperpetuación en el poder, pasando por el empobrecimiento educativo y cultural.

Resulta bochornoso que ahora esa retirada sea utilizada no sólo para correr un tupido velo sobre la muy problemática herencia que nos dejan 23 años de pujolismo, sino también para justificar la jubilación anticipada de quien, a pesar de Pujol y a menudo en contra suya, consiguió articular y llevar a término una práctica política alternativa. Una práctica que no sólo supuso hacer fructificar las mejores virtualidades de Barcelona y su gente, sino que ha permitido que Cataluña no se haya asfixiado del todo en una atmósfera endogámica y esquizoide en la que, según las conveniencias del momento, tan pronto somos la nación más feliz y autosuficiente del mundo como las víctimas de enemigos ancestrales en permanente contubernio.

El posible acceso de Maragall a la presidencia de la Generalitat no resolvería todos los problemas de un día para otro, pero sí supondría, sin duda, un cambio de estilo y de prioridades, una disposición a abordar los problemas reales, una nueva sensibilidad hacia todos los temas que van a presidir, nos guste o no, el horizonte colectivo, desde la inmigración hasta la reestructuración del espacio político y social europeo.

Si finalmente lo que se impone, bajo una modalidad u otra, es la continuidad de unas opciones de gobierno vertebradas en torno a la nebulosa de la identidad y la soberanía, el gran perdedor no sería Maragall. El gran perdedor sería un posible proyecto de país más equilibrado, más justo, más democrático, más creativo, más solidario, en el interior y hacia el exterior. Es decir, seríamos todos. Ahora, y el próximo mes de marzo, y por muchos años a venir.

Pep Subirós es escritor y filósofo

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