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Crítica:CANTO | Carlos Mena
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

El canto de los ángeles

La voz de Carlos Mena se elevó límpida, cristalina, celestial, transmitiendo una sensación de irrealidad casi mística desde el inicial Alma redemptoris Mater, que abría literalmente "la puerta accesible del cielo" ("coeli porta manes"). Acercarse a Tomás Luis de Victoria, con un canto tan inmaculado e inteligente como el que despliega el contratenor vitoriano, es un regalo impagable. La misma sensación se había producido unos meses antes en Madrid, cuando su Vivaldi flotó en el Teatro Real iluminando una coreografía de Nacho Duato. Pero el recogimiento del convento de las Trinitarias hacía intuir otro tipo de experiencia, casi extramusical. Todo estaba muy cuidado, incluso en la ambientación: la elegancia espiritual de los cuatro ramos de margaritas blancas en el altar de fondo, las dos mesitas de madera con sus manteles también blancos adornados de sencillos bordados para los intérpretes en primer plano. San Juan de la Cruz, Santa Teresa de Ávila se sentían cercanos.

Carlos Mena

Carlos Mena (contratenor). Con Juan Carlos Rivera (vihuela, laúd). Obras de Tomás Luis de Victoria, Juan Hidalgo y otros. VIII Ciclo de Música española Los Siglos de Oro. Convento de las Trinitarias de San Ildefonso, Madrid. 21 de noviembre.

Los arreglos para vihuela o laúd favorecían un estilo de comunicación sencillo, sin afectación, sin grandilocuencia. Juan Carlos Rivera acompañaba con sutileza, con una naturalidad de mucha paz, y Carlos Mena potenciaba una dicción ejemplar en la elaboración del canto. Con esas premisas circulaba, más bien volaba, por la iglesia de San Ildefonso un O magnum mysterium tan directo y ausente de todo tipo de retórica que llevaba inevitablemente al estremecimiento. No sé si sería entonces o quizás un poco después, ante la sensación de tiempo detenido, cuando miré el reloj en una pared a la derecha del altar mayor. Se había parado a las nueve menos nueve, y así seguiría. Desde que vi la película Ordet, de Dreyer, no había vuelto a creer en los milagros. Los milagros del arte: para los ateos, los más maravillosos.

En la segunda parte, Mena y Rivera se adentraron en autores españoles de la segunda mitad del XVII, con un bloque religioso y dos profanos. Y continuó el encantamiento con obras anónimas como el Sarao de la Minué francés o Vuelve, vuelve barquilla, y con irresistibles piezas de Juan Hidalgo como De los çeños de Diciembre o La noche tenebrosa, esta última de la zarzuela Los celos hacen estrellas. Los artistas la repitieron como propina ante un éxito que les desbordaba y del que se contagiaron las monjas, que escuchaban con fervor y asombro detrás de la celosía. Carlos Mena y Juan Carlos Rivera se movían con la misma desenvoltura en estos repertorios más tardíos. Continuaba la elegancia del fraseo, el tratamiento exquisito de los textos, la supeditación a la palabra cantada de los acompañamientos.

No pude contenerme y fui a la sacristía en funciones de camerino al final de concierto para agradecer al contratenor tanta hermosura desplegada. Mena tenía tiritona y los ojos llorosos por la fiebre, pero su única obsesión era saber si se había entendido con claridad el texto en sus limitadas condiciones físicas. Había cantado enfermo, asómbrense. La noche milagrosa no cesaba. Y el reloj de la iglesia seguía parado a las nueve menos nueve.

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