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Un buen fichaje

Francesc de Carreras

La noticia del compromiso matrimonial entre el príncipe Felipe y la periodista Letizia Ortiz ha acaparado, comprensiblemente, la atención de los medios informativos y la opinión pública.

La tan esperada decisión del heredero de la Corona siempre hubiera constituido una noticia de máxima importancia. Pero no hay duda de que el secreto del romance y la personalidad de la novia le han dado un plus de interés especial. Gregory Peck y Audrey Hepburn interpretaron magistralmente una historia de amor parecida aunque con los papeles cambiados -un periodista con una princesa- en Vacaciones en Roma, la estupenda película de William Wyler. La diferencia estriba en que allí la historia no tuvo un final feliz. Ahora sí lo ha tenido: los tiempos no son los mismos.

Muchas e interesantes consideraciones podrían hacerse sobre los cambios -los positivos cambios- en la moral individual y familiar de los españoles que refleja la futura boda entre la periodista y el principe: es significativo que la novia no sea una sosa niña mona de familia más o menos aristocrática, sino una profesional joven y brillante, ya divorciada a la edad de 31 años y con padres de clase media y separados. Es decir, una chica normal de nuestro tiempo. Pero dejando de lado estas interesantes consideraciones, estos días vuelven a suscitarse las preguntas de siempre: ¿sirve para alguna cosa el Rey?, ¿se podría prescindir de la Monarquía?, ¿cuál es, en definitiva, su funcionalidad en un sistema democrático?

Los interrogantes y las dudas son razonables y legítimos. Ciertamente, la Monarquía de hoy, cuyo fundamento jurídico sólo está en la Constitución y no en la historia pasada, se instauró por razones más políticas que lógicas y se legitimó en aquellos años fundacionales del actual Estado español al desempeñar un decisivo papel en el cambio democrático de España. Ahora bien, una vez asentado el sistema, ¿no es la Monarquía parlamentaria una forma política superflua, algo totalmente obsoleto en el siglo XXI?

Sin duda, la Monarquía no es la única forma que puede adoptar la jefatura del Estado en una democracia parlamentaria como la española. La República parece, en abstracto, una fórmula más acorde con la legitimidad racional propia de los Estados actuales. Además, desde el periodo de la transición política, la sociedad española, desde casi todos los puntos de vista, ha cambiado profundamente. ¿Podría ser que en esta España tan transformada la institución monárquica fuera contemplada como algo antiguo y pasado de moda no tanto por ser disfuncional como, sobre todo, por ser inútil y, en todo caso, poco compatible con las ideas y la manera de vivir del mundo europeo del siglo XXI? No cabe duda de que un considerable número de ciudadanos así lo considera, aunque no es menos cierto que en los años que llevamos de democracia constitucional los sondeos de opinión nos indican que la Monarquía es la institución política mejor valorada por los ciudadanos españoles, muy por encima de las demás.

Ahora bien, nadie puede asegurar que esto continúe siendo así. En una sociedad posindustrial avanzada, como es la española, la perpetuación de una Monarquía depende, en gran medida, de la auctoritas del Rey. El origen de dicha auctoritas, de dicha autoridad, no se puede encontrar en un poder político del cual el Rey no dispone, sino en la aceptación popular que le otorguen los ciudadanos. Nadie puede dudar -y los sondeos a los que hacíamos referencia lo confirman- de la aceptación mayoritaria del actual Rey, aunque naturalmente ello pueda cambiar si, por las circunstancias que sean, esta autoridad disminuye.

En efecto, para reinar -que es algo muy distinto que gobernar- hay que tener, sobre todo, autoridad, y la autoridad del Rey sólo puede fundamentarse en dos condiciones. Primera, en el estricto cumplimiento de las funciones constitucionales que se le asignan, ninguna de las cuales implica ejercicio de poder político. Segunda, no ejercer tampoco ningún tipo de influencia, ni respecto al resto de poderes constitucionales -Gobierno, Cortes Generales, Poder Judicial, Tribunal Constitucional, Consejo General del Poder Judicial-, ni respecto a los ciudadanos o grupos políticos, sociales, culturales o económicos. Se trata, en definitiva, de que el Rey no desempeñe poderes sustantivos, sino simplemente formales, simbólicos y relacionales, tal como establece la Constitución.

Ahora bien, estos poderes pueden ser útiles en un determinado momento, pero -a diferencia de los poderes clásicos- son perfectamente prescindibles. Por ello, las actuales Monarquías parlamentarias europeas son instituciones siempre en peligro: sólo se mantendrán si los españoles ven en ellas más ventajas que inconvenientes, si su permanencia comporta menos riesgos que su supresión. En una sociedad secularizada y racionalista como la española, la Monarquía parlamentaria necesitará siempre una justificación práctica. El comportamiento personal del Rey o la Reina en el desarrollo de las funciones propias del ejercicio del cargo será la pieza fundamental de la que dependerá que la Monarquía se perpetúe en el tiempo o bien se extinga. La Monarquía dejará de estar justificada cuando una mayoría de los ciudadanos la considere una institución inútil.

Letizia Ortiz, en cierta manera un prototipo de la actual mujer europea independiente, parece en principio poseer todas las condiciones para aportar a la Monarquía un estilo adecuado a los tiempos actuales, sensibilidad cultural e inteligencia para desenvolverse en España y en el mundo. Todo hace prever, aunque nada es seguro, que la familia real ha realizado un buen fichaje para remozar una institución frágil que es demasiado antigua, sólo relativamente útil y poco acorde con los supuestos racionales del mundo actual.

Francesc de Carreras es catedrático de Derecho Constitucional de la UAB.

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