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Columna
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Muertos

Los fieles difuntos hoy conmemorados constituyen la clase media-baja de la patria celestial. El colectivo está integrado por millones de muertos que no han subido a los altares porque no lo merecen o porque sus allegados carecen de ilusión para financiar la onerosa minuta del proceso de beatificación. Eso no obsta para que estén tan ricamente en el cielo casi todos (el purgatorio es lugar de paso; el infierno está aquí). Sea lo que fuere, los madrileños podemos estar tranquilos a la hora de partir al otro mundo: de aquí a cuatro años no tenemos otra esperanza que la Aguirre y otro remedio que los gallardos impuestos. Que venga Dios y lo vea.

Da toda la impresión de que la izquierda madrileña permanece en el limbo, lugar donde, según la Biblia, estaban detenidas las almas de los santos y patriarcas antiguos esperando la redención del género humano y, acaso, la rebelión de las bases. La derecha, por contra, está en la gloria. Tienen a Madrid en sus manos, puede que por décadas. Eso sí, con un ejemplar sentido del cinismo incrementan los impuestos, a pesar de todo lo pregonado en las campañas electorales, y no respetan ni a los muertos. Según la Organización de Consumidores y Usuarios (OCU), desde 1996 se ha producido un incremento del 56% en el precio de un sepelio digno. Morirse ahora cuesta como mínimo 2.297 euros.

Si diñarla se cotiza de ese modo, lo de vivir es un purgatorio. Azuzados por el ejemplo de los de arriba, algunos comerciantes suben el género a su antojo y están acabando con la paciencia de los contribuyentes. Hay infinitos ejemplos que pueden ser resumidos en los precios de la cerveza. En diciembre de 2001, una caña costaba 150 pesetas; ahora pretenden muchos bares ponerla a 1,10 euros. Es decir, la caña sube 32 pesetas en dos años.

Contentos nos tienen a los vivos y a los muertos. No es extraño que en la Almudena haya un epitafio así: "Mariano ya está contigo, Señor. Cuidado con la cartera".

El futuro es un ciprés y algunos crisantemos.

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