Subcontratar la vida
No estaba en el guión que los obreros se mataran tontamente. En una sociedad que valora por encima de todo el disimulo, la máscara, el espectáculo, no es políticamente correcto que los albañiles se empiecen a caer de los andamios, dejando al desnudo la miseria escondida, el pacto multilateral secreto que entre todos hemos ido amarrando: dinero negro en las transacciones de las viviendas; notarios que abandonan un momento el despacho, mientras sus clientes aprovechan para transferirse algo; alcaldes apremiados por la nómina que recalifican todo lo que haya que recalificar, dejando el futuro sin escuelas, parques y hospitales. Bancos que mediatizan nuestra existencia con hipotecas engañosas. Y especuladores desalmados que subcontratan la vida de los albañiles. Te presto cinco, te cedo siete, sin papeles ni nada, estupendos, trabajadores, calladitos... Cuatro cuerdas podridas sostienen esos andamios: la precariedad, el destajo, el rendimiento, el beneficio. Lo demás son músicas celestiales.
Hasta tres iniciativas de la oposición para regular las subcontratas ha vetado el PP en los últimos dos años, con la ayuda de CiU y el sagrado pretexto: no hay que intervenir en la libertad de mercado, aunque parte de la mercancía sean personas. Que se cuiden, que se protejan, que no jodan. ¿Por qué no se agarran bien?, dirá el pequeño empresario, asomado a su cuenta de resultados. Qué insensatez, pensará el columnista que practica el izquierdismo de salón. Ah, ¿pero todavía existe la clase obrera?, ironizará en su fuero interno el productor de telebasura, que sabe cuál es su verdadero oficio: atontar a las mujeres de los albañiles con las peripecias de los ricos, las transacciones de las putillas, los enredos de los mariquitas. Así estarán bien sujetas y no pensarán en nada. Hasta que suena el teléfono fatídico.
El desclasamiento del proletariado es tal vez el signo más agudo de nuestra época. Los obreros ya no tienen clara conciencia de lo que son, pues todo les induce a creer en quimeras: televisiones purpurina, loterías inalcanzables, meretrices acrobáticas, equipos de fútbol maravillosos, y hasta romerías y procesiones. Poco a poco les han disuelto la conciencia de clase, un espeso terrón que ha dejado de incordiar. Ni la literatura ni el cine se ocupan ya de ellos. Desde que Visconti hizo Rocco y sus hermanos ningún cineasta solvente les ha puesto un espejo donde mirarse. Vittorio de Sica se tuvo que entregar a la comedia rosa después de Ladrón de bicicletas. Nuestra mejor novela de albañiles, La zanja, la escribió un sevillano, Alfonso Grosso. Pero fue en 1961, mucho antes de que Andalucía, con Sevilla en primer término, batiera un triste récord: 41 accidentes laborales con resultado de muerte en lo que va de año. Nadie sabe bien adónde vamos, pero se parece mucho a lo que un albañil ve desde lo alto de un andamio cuando el cuerpo se le va, estúpidamente, al abismo y a la nada. Ya que la vida se originó en un azar extremadamente improbable dentro del caos, era de esperar que al menos la muerte pusiera un poco de orden. Ése es el sentido de la tragedia. Pero una tragedia sin héroes, sin grandeza, es peor que el caos. Por eso hay que evitarla.
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