_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

El olvido

"El olvido es una bendición", dijo mi amigo Mohamed El Khatib, sentado frente a mí, una vez más, en el merendero El Rawda-Chatila, mientras anochecía sobre el mar en la Corniche beirutí y la noria se iluminaba. Khatib, palestino, ha vivido y presenciado tragedias suficientes, a lo largo de suficientes décadas como para resultar fervoroso partidario de un cierto modo de olvido que, pienso, a todos nos es imprescindible, a poco que hayamos experimentado algunos zarpazos de la vida. Es la costra que un día cubre la llaga, se seca y cae, dejando sólo un rastro algo más claro en la piel, para que recordemos -sentimiento clave: ya sin dolor- que no debe haber sitio para la amnesia.

Un mes transcurrido en Beirut, viviendo mi otra vida, o mi otra encarnación, da para mucho olvido del dolor, para mucha asunción de las cicatrices reales sin que la pena ataque frontalmente durante mis paseos por la ciudad amada, tan cambiada y tan fiel a sí misma, reconstruida con el furor de siempre y, como siempre, amenazada por su impulso germinal de autodestrucción, característica que la mantiene singularmente viva. Mis paseos y mis anocheceres junto al Mediterráneo del otro lado, y mis amaneceres en el balcón, escuchando la oración de la mañana procedente de la cercana mezquita y las alegres campanadas de la vecina iglesia católica. Cuánto recuerdo, cuánto olvido, cuánta hermosa melancolía calentando suavemente mi sangre.

Hay mil ciudades en Beirut, que no se mezclan. Ciudades superpuestas en el tiempo y ciudades que existen simultáneamente, sin rozarse. Siempre he creído que la capital de Líbano es una parábola de lo que el mundo tiende a convertirse, un espacio en donde nos superponemos sin transmitirnos, en donde nos cruzamos sin contaminarnos. De vez en cuando, una chispa estalla y arde la trama que nos mantenía en relativa calma. Cuando la conocí, Beirut ardía y nuestro mundo permanecía tranquilo. Hoy ella y yo sabemos lo difícil que resulta mantener esa forzada calma que apacigua a las tribus. Cualquier baboso puede jugársela a cara o cruz.

Cierta forma de olvido es necesaria. Aunque no tanto para que yo no recuerde, en éste mi regreso a casa, a los empecinados babosos de aquí.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_