El portazo de la Gheorghiu
SIR GEORG SOLTI en 1994, tres años antes de su muerte, tras haberse asociado profesional y líricamente hablando sobre todo a Wagner y Richard Strauss, se quiso acercar a la íntima Traviata verdiana, poniendo como condición hallar la intérprete ideal con la que dirigiría la obra en el escenario del Covent Garden, donde había sido celebrado director musical durante una década. Tras la ingrata tarea de buscar a ese ave fénix de la sopranidad, la atención recayó en una joven rumana que ya había presentado tímidamente en el primer escenario inglés cantando Zerlina de Don Giovanni, de Mozart, y Nina de la encantadora pero casi olvidada Cherubin, de Massenet. Varias condiciones convencieron al maestro de la inmediata elección de Gheorghiu: la belleza de la voz de soprano lírica, densa y potente, sensual y comunicativa, y la presencia física deslumbrante aunque aún mejorable, una morena de piel anacarada y de penetrantes ojos oscuros. Esta materia prima fue luego trabajada, en lo musical, por Solti, y escénicamente, por el famoso director del Royal Nacional Theater de Londres, Richard Eyre, que para la ocasión debutaba en un espacio operístico. Una grabación audio y otra vídeo marcó el inicio de una carrera imparable para la Gheorghiu, que poco tiempo después conocía al tenor "de moda", Roberto Alagna, y con él formaba la glamourosa pareja que todo el orbe musical conoce. Con Violetta Valéry, la Gheorghiu puso tarjeta de presentación en otras importantes plazas líricas (Salzburgo, Viena, Venecia, París) y tenía previsto hacerlo en Madrid si una anunciada huelga no lo impedía. Pero la soprano-diva dio espantada, alegando una puesta escénica que por su erotismo contradecía el espíritu de la obra de Francesco Piave (libretista) y Verdi (compositor). Extraño juicio aplicado a la obra de un director de escena del refinamiento y sensibilidad de Pier Luigi Pizzi, que ha montado la ópera verdiana en 1990, precisamente en La Fenice veneciana y que, protagonizada por Edita Gruberova, fue ofrecida a la voracidad de la afición operística en edición videográfica, resultando un montaje bien disfrutable, que asombra por su sobriedad y eficacia dramática. En 1995, una reacción parecida la protagonizó también Cheryl Studer en el teatro de La Zarzuela, iniciando así un irreversible derrumbre profesional y dando una ocasión de despegue a la canaria Yolanda Auyanet y a la italiana Fiorella Burato. Una oportunidad que ahora disfrutarán las por otro lado ya encauzadas Norah Amsellem y Annalisa Raspagliosi. Gheorghiu, que entró en el mundo de la ópera por la puerta grande, se va de Madrid por la de atrás y, encima, dando un portazo.
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