La rutina
Empeora el equipo del Barça a cada partido, incapaz de seguir el ritmo de la junta, alejado incluso de su propia declaración de intenciones de la pretemporada. A día de hoy, no queda ni rastro de la frescura con la que combatió al Milan y a la Juve cuando se proponía conquistar América. De vuelta a casa, se ha descabalgado del club y camina de nuevo sonámbulo y aborrecible. A Rijkaard le toca reconducirlo tras haberle extraviado, al punto que la diferencia entre el tridente y los extremos es de empate a uno, el resultado por excelencia.
Al entrenador se le paga para entrenar y no sólo para poner y quitar jugadores y recordar el código de disciplina. Ha hecho bien Rijkaard en penalizar a Gerard por pasearse por el campo con el móvil encendido simplemente para confirmar a sus hermanos que iba a ser titular. Al parecer, el jugador se quedó extrañado por la respuesta del técnico, no porque llamar por teléfono una hora antes del partido esté bien o mal hecho, sino porque era su costumbre y nunca antes le habían llamado la atención y mucho menos sacado de la alineación.
La reacción de Gerard expresa no sólo la insensatez de muchos jugadores, sino también la manera en que se han apoderado del vestuario. Ni cambiando al presidente ni, por supuesto, al técnico se dan por enterados, sino que algunos parecen aspirar al dolce far niente. Le toca, pues, al entrenador volver a marcar el campo y recuperar las leyes naturales del juego: al partido se llegará comido, bebido y servido. Así que de ahora en adelante habrá que estar por la labor más que por la familia.
A buen seguro que con su gesto Rijkaard se habrá ganado a mucha gente. Acertado como jefe de personal, se equivocó, sin embargo, como entrenador: sustituir a Gerard por Luis Enrique en el doble pivote es una decisión difícilmente entendible futbolísticamente y que redunda en las dudas que despierta Rijkaard, tan implacable combatiendo malas costumbres del vestuario como condescendiente con la rutina del campo.
Aun cuando exige un cambio de mentalidad, el entrenador no sólo acaba por poner a los de siempre, sino que vuelve donde todos. A saber: se alquila un lateral izquierdo (Coco, Sorín o Van Bronckhorst) y, en la medida de lo posible, con tridente o sin él, se acomoda al media punta (Rivaldo, Riquelme y Ronaldinho). El paso siguiente entre la hinchada consiste en escupir sobre Kluivert, renegar de Xavi, maldecir al portero y pedir el finiquito para la defensa por no saber defender la última pelota del partido. Más tarde se discute sobre la conveniencia de resguardarse con Puyol como cierre y, al final, se pregunta quién es el guapo que ha fichado a siete jugadores si sólo juegan dos.
Rijkaard acaba de empezar y hay que darle cuerda. Es negociado del entrenador, sin embargo, arreglar el equipo, que exige un giro en la línea del club si no quiere ser víctima de los defectos de costumbre. Quizá porque los jugadores son los mismos, los vicios también se repiten y este Barça juega igual de mal que el del curso pasado. No por cambiar futbolistas viejos por nuevos las cosas se arreglan solas. Pero a Rijkaard le compete demostrar cuanto menos que el problema del Barça no es de concepto de juego, aunque decisiones como la que tomó el miércoles ante el Puchov abonen la confusión.
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