¿Quién teme a la reforma constitucional?
VAMOS A CELEBRAR la Constitución por todo lo alto: no es cualquier cosa que una Constitución democrática cumpla en España los 25 años de edad. Y si sólo la duración ya sería motivo de fiesta, más lo es el grado de satisfacción que la Constitución concita en la mayoría de los ciudadanos, un sentimiento tan inédito como esta joven longevidad. La celebración, además, ha comenzado con buen pie: produce siempre cierto alivio que los presidentes de las comunidades autónomas acudan a un acto institucional y salgan juntos en la foto, sin excluidos ni excluyentes. De modo que podemos darnos con un canto en los dientes por partida doble: por lo muy a gusto que la mayoría se siente con la Constitución y por lo bien que ha salido, mezquindades gubernativas aparte, el primer acto conmemorativo de la singular efeméride.
Entonces, ¿por qué hablar de su reforma? Seguro que no corre prisa acometerla en un edificio que no amenaza ruina; pero de ahí a considerar la Constitución, no se sabe por qué miedos ancestrales, intocable, media un abismo. De posibles reformas constitucionales se puede y se debe hablar, y mejor que se hable, entre gente políticamente adulta, sin angustias ni censuras, antes de que sea urgente plantearlas. Es más, entre los actos que se programen, no sobraría algún debate sobre la Constitución y sus reformas. Poner mala cara ante la sola idea, apartarla con gesto displicente y enfático, no conduce más que a convertir la Constitución en un tabú que acabará por suscitar movimientos de exclusión y rebeldía.
Pero es que, además, si celebramos la Constitución, habrá que celebrarla entera, Título VIII incluido. Y ese Título tuvo la virtualidad de no cerrar lo que puede denominarse un proceso constituyente. La Constitución de 1978 es tanto un acto como un proceso: las nacionalidades y regiones nadie sabía entonces cuáles ni cuántas eran, como nadie pudo tampoco predecir que las comunidades iban a ser 17, ni sus niveles competenciales. Con toda seguridad, lo que ha resultado de su desarrollo, de las intervenciones del Tribunal Constitucional, de las negociaciones entre partidos, no es lo que tenían en mente los constituyentes. De la Constitución ha salido un Estado no previsto en toda su arquitectura actual, ni siquiera en su fachada, hace 25 años.
Esto fue así, no porque nadie se atreviera entonces, por miedo, por presiones externas, a ir más lejos. Pasó exactamente igual con la República, cuando los mal llamados poderes fácticos no respiraban en aquel año de 1931: entonces se trataba de satisfacer el impulso catalán a la autonomía; pero al debatir su Estatuto fue necesario pensar una estructura del Estado en la que cualquier región que lo deseara pudiera seguir su propio camino. En la República, hasta que la rebelión militar segó su vida, fueron tres. Pero nada indica que Andalucía, Valencia o Aragón no fueran a seguir de inmediato. Algunos pretendieron que la Constitución consagrara la fórmula de que aquello era una República de "tendencia federativa", aunque se impuso la denominación de "Estado integral". Lo que importa es que ya en 1931, sin que el proceso estuviera guiado por gentes pacatas, el encaje de los nacionalismos exigió generalizar la fórmula de regiones autónomas.
Lo truncado en 1936 se reanudó en 1978 en un proceso que felizmente ha consolidado las comunidades autónomas como ámbitos de cultura y vida política con un nivel de autogobierno impensable hace 25 años. Es obvio, para quien no se emperre en cuestiones nominalistas, que el sistema ha evolucionado en una dirección federativa, como se habría dicho en la República. España no es un Estado federal, pero a eso se va pareciendo cada vez más, con una diferencia: el Estado no fue pensado como federación, sino precisamente como una alternativa a ella en la que pudieran encontrarse cómodos los nacionalismos que aspiraban a un Estado propio. Esta es toda la cuestión.
Los esfuerzos que han realizado los partidos nacionalistas para obligar a los demás a pensar cada iniciativa y hasta cada gesto que de ellos proceda dos y hasta tres veces, no debía cegar a los partidos ni amedrentar a los ciudadanos. Es el Estado que entre todos hemos creado el que tiene problemas de funcionamiento. Los tiene en buena medida por su éxito en el ámbito autonómico, no acompañado de un desarrollo similar en el ámbito central: el Senado es hoy una institución inservible y no hemos desarrollado organismos intergubernamentales. Nada impide que comencemos a debatir esos problemas de cara a una ciudadanía que debería acostumbrarse a la idea de que la reforma de la Constitución no es el fin del mundo.
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