Los socialistas
Los socialistas han pasado en un trimestre de estar hasta seis puntos por encima del PP en los sondeos a situarse entre tres y seis por debajo. Es demasiado en demasiado poco tiempo para darlo por irreversible. Seguramente hay algún factor coyuntural, superable, que está distorsionando las expectativas. Puede serlo la crisis de Madrid, que ha destapado lo peor de la política y en torno a cuestiones, como el precio de la vivienda, que son muy próximas a los intereses de la gente. Pero aunque el descrédito afecta a todos los partidos (ningún político alcanza el aprobado en el sondeo del CIS) son Zapatero y su partido los más castigados por la opinión. Seguramente porque hay otros factores que la crisis de Madrid ha revelado pero que son anteriores.
Según el sociólogo J. A. Gómez Yáñez (EL PAIS, 17-6-03), las expectativas de cambio despertadas por las dificultades del PP (decretazo-Prestige- Irak) se han diluido porque los socialistas no han acertado a ofrecer una combinación equilibrada entre los deseos de renovación y de seguridad del electorado. Se ha escrito desde tribunas de la derecha que las expectativas de victoria segura de la primavera habían descentrado al líder del PSOE, haciéndole abandonar la senda de la oposición tranquila y paso a paso. Es muy posible que haya habido algo de eso, y también que en el descarrilamiento tuviera su influencia el exceso de celo de algunos hooligans.
Lo de menos es que esa euforia artificial, hecha de sarcasmos más que de argumentos, desorientara a Zapatero, haciéndole infravalorar al rival; lo peor es que desorientó al electorado. La descalificación de Aznar como neofranquista y de su partido como un peligro para la democracia, aparte de recordar demasiado a lo que hace una década decía de los Gobiernos socialistas el sector más histérico de los medios, introduce un factor de dramatismo y radicalización que no favorece el cambio. Para ganar, Zapatero necesita recuperar al electorado moderado que dio sus mayorías a Felipe González precisamente porque le inspiraba más seguridad que Fraga. Una parte importante de ese electorado está seguramente cansada del estilo sectario y agresivo de Aznar, pero no le ve como un peligro para la democracia, según se sostiene a gritos. Ya sólo en España la confrontación entre socialdemócratas y conservadores se presenta como duelo entre la democracia y el fascismo. Una oposición que no modula su indignación se hace inoperante porque si todo es desastroso, inaceptable, nada lo es.
Esa confusión se manifiesta también en una cierta tendencia a plantear las alternativas en el terreno de la política constitucional (la que define el marco institucional y las reglas de juego), y no en el de las políticas corrientes. La reforma del Estado autonómico para hacerlo más funcional y adaptarlo a nuevas condiciones, como la integración en la UE, es conveniente (aunque no especialmente urgente), pero eso tiene poco que ver con las reformas estatutaria para aumentar el poder de las autonomías. Si a la gente se le pregunta si desea que su comunidad tenga más competencias, es difícil que diga que no, pero ello no significa que ésa sea una preocupación acuciante. Las encuestas registran ambas cosas: los consultados no se oponen, les parece bien; pero tampoco les preocupa especialmente. Importa menos a quién corresponde la titularidad de una competencia que cómo se ejerza. No sólo con eficacia, sino con honestidad: sin clientelismos a la catalana o a la vasca. Hay un enorme margen para hacer políticas diferentes a las de la derecha, central o periférica, sin necesidad de modificar el marco compartido; condicionar la existencia de políticas alternativas a la modificación de ese marco transmite una idea de cierta impotencia. Como la del entrenador que culpa de su derrota al mal estado del terreno.
El autogobierno está garantizado por la Constitución, y nadie lo cuestiona. Como ha explicado Elisea Aja (EL PAIS, 28-7-03), no hay que confundir política conservadora en materia autonómica con regresión autonómica. La negativa a cualquier retoque en la Constitución o los Estatutos es criticable, pero equiparar esa actitud a neocentralismo franquista no sólo es una desmesura sino que contribuye al intento nacionalista de deslegitimar el modelo constitucional como algo provisional marcado por los condicionantes de la transición. Que eso lo haga la izquierda es incomprensible; y suicida.
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