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Columna
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Adiós a los 'borjas'

Se acabó agosto y los que vivimos todo el año en zonas turísticas nos sentimos liberados, como cuando se marcha una visita molesta. Los lugareños de la Costa del Sol tenemos orígenes muy diferentes: unos eran (éramos) borjas -es decir, antiguos habitantes de Madrid o, por extensión, de Despeñaperros para arriba-, otros eran guiris -extranjeros de países ricos- y hay un tercer grupo que ha crecido mucho en los últimos años: los inmigrantes y ciudadanos de países exóticos, capítulo en el que caben por igual los argentinos, filipinos o colombianos, que han venido para trabajar o montar su negocio, y los chinos, indios, marroquíes, japoneses o sefardíes que desde hace años, o incluso décadas, regentan restaurantes.

A pesar de tan diversa procedencia, a los habitantes fijos de la Costa del Sol nos sucede lo mismo que a los enanos de Augusto Monterroso, que tienen "una especie de sexto sentido que les permite reconocerse a primera vista". Nos distinguimos, sobre todo, por la indumentaria: a los aborígenes, nunca se nos ocurre entrar en un supermercado en bañador, y, cuando vestimos bermudas, extrañamente, y aunque no nos pongamos al sol, nunca tenemos las canillas blancuzcas, como los borja. Además, nos ponemos jersey en cuanto aparecen las castañeras en Ricardo Soriano -cosa que sucede a mediados de octubre, cuando aún hace mucho calor-, mientras los guiris, aunque llueva, se empeñan en lucir su enrojecida piel.

Los que hemos sido borjas de origen, recordamos con precisión cuándo nos convertimos en aborígenes. En mi caso fue en una mañana de agosto, haciendo cola para retirar mi coche de un aparcamiento del centro de Marbella. El empleado seguía su ritmo acostumbrado y se enrollaba con los clientes habituales, preguntándoles por su salud, sus hijos o comentando los resultados del fútbol. Los borjas estaban indignados y casi estuve a punto de encararme con uno y decirle que, si no estaba a gusto, pusiera rumbo al norte. Hoy, ya no es una persona sino una máquina la que cobra por la estancia en el parking. Ya me dirán si eso es progreso.

A pesar de mi conversión, aún me siguieron considerando borja mientras conduje un coche con matrícula de Madrid y me llamaban de todo -habitualmente, "chulo" e "hijo de p..."- cuando trataba de hacer un adelantamiento. En cuanto cambié de coche y compré uno con matrícula de Málaga, me convertí definitivamente en un aborigen, aunque, eso sí, comenzaron los problemas cada vez que viajaba a Madrid, la ciudad en la que he vivido la mayor parte de mi vida: me llamaban "paleto" cuando frenaba ante un semáforo en ámbar.

No cabe duda de que la desaparición de las matrículas provinciales tiene muchas ventajas, pero también nos ha hecho prescindir de muchos desahogos y ha ocasionado un daño aún inconmensurable a la sociología recreativa: ya no podemos sacar rápidas conclusiones que relacionen la impericia al volante y la provincia de procedencia del conductor.

En fin, ha llegado septiembre y ya nos hemos quedado solos. Los borjas han vuelto a casa. Los encargados de los tres establecimientos que más visito dicen exactamente lo mismo, aunque con diferente acento, chino, andaluz o indio: "La gente, cada año, viaja con menos dinero".

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