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Columna
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El rollo de las banderas

Olvidémonos de la manifestación a favor de la autodeterminación celebrada en Bilbao el pasado viernes, ya que el análisis político de fondo resulta de una cristalina claridad: en opinión de ETA y Batasuna, el Gobierno vasco se ha puesto en manos del PP y del PSOE, mientras que en opinión del PP y del PSOE, el Gobierno vasco se ha puesto en manos de ETA y Batasuna. Una vez desvelada la realidad objetiva, podemos hablar de las fiestas, de las fiestas en su vertiente política, que es lo que toca, después de la tradicional izada de banderas del viernes, en la balconada municipal.

La Aste Nagusia bilbaína había gestado desde el principio dos hitos fundamentales en su laborioso devenir: el chupinazo que abría las fiestas y un curioso evento folclórico-político, un extraño engendro festivo que daba la medida del paisito donde estamos domiciliados: la guerra de las banderas. La guerra de las banderas era un acto festivo propio del viernes de Semana Grande, un acto que nunca aparecía registrado en el programa de fiestas pero que se celebraba con matemática regularidad. Se izaban las banderas en el Ayuntamiento y de pronto se armaba una gresca, una gresca impresionante, a cuenta de la inclusión de la bandera española en medio de una variada gama de emblemas expuestos.

Aquellas 'guerras de las banderas' llegaron a suscitar, con el tiempo, una nueva modalidad viajera: la del turismo político-revolucionario

La muchachada radical organizaba una especie de guerra de guerrillas que estremecía a los visitantes, y que incluso llegó a suscitar, con el tiempo, una nueva modalidad viajera: la del turismo político-revolucionario. Digo esto porque, en los últimos años, cuando de una maldita vez la policía se puso seria, entre los detenidos por la algarada se hallaban ciudadanos de cualquier país europeo, de cualquier comunidad autónoma, una abigarrada fauna nihilista donde se confundían anarquistas confundidos, punks y delincuentes habituales. Si alguien tuvo alguna vez alguna duda acerca de con qué mimbres tejía su política el entorno radical, nada para hacerse una idea como ver los mimbres reunidos y detenidos alrededor del Ayuntamiento de Bilbao en esas fechas.

Pero era una razón para la esperanza que la famosa guerra de las banderas fuera perdiendo fuerza año tras año, incluso antes de que el Gobierno español decretara la desaparición civil de varias decenas de miles de vascos. Si la juerga de la Aste Nagusia se mantenía con fuerza, los elementos reclutados para esa algarada absurda de los viernes eran cada vez más escasos. La guerra de las banderas ya había dejado de ser guerra.

Este año la izada de las banderas se produjo el viernes a las ocho y media de la mañana y apenas una decena de entusiastas protestaron un poco, en algo que podría calificarse de protesta imperceptible, a la vista de los dantescos sucesos que se produjeron otros años. Todos podemos aspirar a que el año próximo la normalidad sea total y que, a la hora de la izada de las banderas, nadie se encuentre por allí para hacer nada: esperemos que todos estén (o estemos) durmiendo la mona, en espléndida indiferencia ante el embrollo simbólico en que vivimos metidos.

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Desde el punto de vista político, esta Aste Nagusia ha sido la más normal de todas, la más relajada, la menos inficionada por la turbulenta disputa partidista del paisito. La ausencia de incidentes (con manifestación batasuna de por medio) es una buena razón para felicitarnos. Claro que la capacidad de elucubración de nuestra clase política resulta inagotable. El concejal Basagoiti explicaba la ausencia de incidentes como un pacto entre el PNV y el mundo radical. Y es que, en opinión de algunos, la capacidad del nacionalismo para provocar no tiene límites. Fiestas vascas sin incidentes. Qué vergüenza.

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