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LECTURAS DE AGOSTO

La comida

Rubén Gallego nació en Moscú el 20 de septiembre de 1968. Sobrevivió en distintos orfanatos hasta terminar, de 1986 a 1990, en un asilo de ancianos donde también se abandonaba a los minusválidos. Rubén se escapó y emprendió la búsqueda de sus orígenes. Encontró a su madre en Praga. Luego dio voz a una literatura estremecedora y apasionante que está recibiendo una excepcional acogida en los países en los que ya se ha publicado. Rubén vive en España con su madre. En septiembre, Alfaguara publica 'Blanco sobre negro', del que avanzamos un capítulo.

A mí no me gustaba comer. De haber sido posible, habría preferido alimentarme con pastillas como en los relatos de ciencia-ficción: una pastilla y fuera el hambre para el resto del día. Comía mal; trataban de convencerme de que comiera, me daban de comer con cuchara, pero todo era inútil.

Cuando era muy pequeño, tuve la suerte de vivir en una casa de niños pequeña y en el campo. Me daban de comer bien y la comida era sabrosa; las niñeras eran de buen corazón, siempre vigilaban que todos los niños comieran, se preocupaban por nosotros.

Luego vinieron otros orfanatos, otras niñeras y otras comidas. Las papillas y las pastas con gusanos, los huevos pasados. Hubo de todo. Pero no voy a escribir sobre esto.

He caído en la cuenta de que mis mejores recuerdos tienen que ver con la comida. Están todos relacionados con la comida, o, mejor dicho, con las personas que la compartían conmigo
Veo el tocino por primera vez en mi vida. Por eso, primero me como el tocino y luego el pan. De pronto me entra calor, me siento a gusto, y me duermo
Las más afortunadas eran las niñeras que trabajaban con nosotros, los niños que no andábamos. A nosotros nos daban de comer aparte y los educadores estaban lejos
Estoy en mi orfanato, en el mejor orfanato del mundo. Tengo ante mí el desayuno: un poco de puré de patatas, medio tomate, un bollo con mantequilla y té
En Rusia se acostumbra a venerar a los muertos ofreciendo presentes. Llegado el día cuarenta después de la muerte de una persona, sus familiares deben compartir su comida con los demás
Cuando Ala estaba embarazada, vivíamos muy mal. Ala comía pan con grasa fundida. Yo no podía comer grasa, comía pan con aceite de girasol

He caído en la cuenta de que mis mejores recuerdos tienen que ver con la comida. Los mejores momentos de mi infancia están todos relacionados con la comida o, mejor dicho, con las personas que la compartían conmigo, que, en señal de su buena disposición, me la regalaban. Es extraño.

No recuerdo dónde ocurrió. Me vienen a la memoria unas personas en bata blanca. Los niños éramos muchos y todos muy pequeños.

Habían traído una piña tropical. Entonces me pareció muy grande y hermosa. No la cortaron enseguida, dejaron que la contempláramos. Es probable que tampoco los mayores se atrevieran a destruir aquella maravilla. Las piñas en Rusia eran una rareza.

Todos quedaron defraudados con la piña. O mejor dicho, casi todos. Los niños probaron su gusto poderoso y específico y se negaron a comer aquellos gajos ardientes. Sólo comí yo. Recuerdo las palabras de los mayores:

-Démosle más.

-¿Y si de pronto le sienta mal?

-¿Has visto su ficha, mujer? No me extrañaría nada que a su papá lo hubieran criado a golpe de piñas como ésta. Puede que en su tierra las piñas americanas sean como aquí las patatas.

Me siguieron dando más y más. Es posible que a los adultos les resultara divertido ver cómo aquel niño extraño era capaz de comerse la exótica fruta. Por lo demás, tampoco podían tirar aquel tesoro a la basura. Me comí muchos gajos de piña americana. Mal no me sentaron.

Me trajeron a mi primer orfelinato. No había gente en bata blanca, se veían varias hileras de camas. En cambio, había muchos niños y un televisor.

-¿Qué pasa, no hay modo de sentarlo? Vamos a colocarlo en el diván y lo rodeamos con cojines.

Me sentaron en el diván, me envolvieron con cojines y me dieron de comer con una cuchara una papilla de sémola. De la sorpresa me comí un plato entero de papilla y me quedé dormido. La papilla estaba muy buena. El orfanato me gustó.

En el hospital. Es de noche, todos duermen. En la sala entra corriendo una enfermera, enciende la lamparilla de encima de mi mesa. Lleva un vestido elegante, zapatos con tacones altos; el cabello, rizado, le cae suelto sobre los hombros. Se inclina mucho sobre mí. Tiene unos ojos muy grandes y felices. Me llega de ella olor a perfume y a algo más; huele a algo casero, no a hospital.

-Abre la boca, cierra los ojos.

Obedezco. La muchacha me coloca en la boca un gran bombón de chocolate. Yo sé cómo hay que comerse los bombones de chocolate. Hay que tomar el bombón con la mano y mordisquearlo a pequeños trocitos. Además, me apetece observar mejor este bombón.

-Lo muerdes y te lo comes. ¿Has entendido?

Muevo afirmativamente la cabeza.

Ella apaga la luz y se marcha corriendo. Muerdo el bombón. Mi boca se llena de algo dulce y ardiente. Mastico el chocolate y no sé por qué me da vueltas la cabeza. Me siento bien. Soy feliz.

Me traen al orfanato de turno. Me arrastro por el pasillo, a mi encuentro viene una niñera. El pasillo está a oscuras y ella no me ve enseguida. Cuando ya casi me toca, de pronto lanza un grito y da un salto atrás. Después se me acerca, se inclina para verme mejor. Tengo la piel oscura, y la cabeza, afeitada. Tras un primer vistazo en la semipenumbra del pasillo, sólo se pueden descubrir los ojos, unos grandes ojos que penden en el aire a unos quince centímetros del suelo.

-Huy, qué delgadito. Sólo piel y huesos. Ni que te hubieran traído de Buchenwald.

Ciertamente no estoy muy gordo. Allí de donde me han traído no me daban de comer muy bien y además comía mal.

La mujer se va. Regresa al par de minutos y deja en el suelo, junto a mí, un trozo de pan con tocino. Veo el tocino por primera vez en mi vida. Por eso primero me como el tocino y luego el pan. De pronto me entra calor, me siento a gusto, y me duermo.

Es Pascua. Todas las niñeras se visten de fiesta. La sensación de fiesta lo invade todo. Las niñeras son especialmente buenas con nosotros, y los educadores se hallan en estado de alerta. Yo no entiendo nada. Porque durante las fiestas por la televisión se ven desfiles y discursos. No hay desfiles sólo por Año Nuevo. En cambio, entonces se pone un abeto y hay regalos.

Después del desayuno, la niñera nos da a cada uno un huevo pintado. Por dentro, el huevo es igual de blanco que los de siempre. Me como el huevo de Pascua. Está muy bueno, mucho más sabroso que los que nos dan en la casa de niños. Los huevos del orfanato están demasiado hervidos, son duros; en cambio, éste está blando y sabe a gloria.

Por extraño que parezca, en todas partes donde he estado, sea en el hospital o en el asilo de ancianos, algún alma bondadosa siempre me regalaba por Pascua un huevo pintado. Y esto es sencillamente magnífico.

En Rusia se acostumbra a venerar a los muertos ofreciendo presentes. Llegado el día cuarenta después de la muerte de una persona, sus familiares deben compartir su comida con los demás, pero no con cualquiera, sino con los más necesitados. Cuanto más desdichado sea quien recibe la ofrenda, más satisfecho queda tu difunto y mayores son tus méritos ante Dios. Pero ¿dónde encuentra uno a los desdichados en el país más feliz del mundo? De modo que ante las puertas de nuestro orfanato se agolpaban los infelices cargados de bolsas, cestas y paquetes. Nos traían caramelos, galletas, bollos. Nos traían pasteles y tortas, todo lo que podían. Los educadores no se cansaban de echarlos, aunque sin éxito la mayoría de las veces.

Nuestras niñeras, en cambio, aprovechándose de su cargo, a pesar de las severas prohibiciones, lograban franquear las puertas del orfanato con sus "ofrendas de difuntos".

Las más afortunadas eran las niñeras que trabajaban con nosotros, los niños que no andábamos. A nosotros nos daban de comer aparte y los educadores estaban lejos. Una niñera se las arregló para hacer pasar por el control una cazuela llena de gelatina. Pero además nosotros éramos los más desgraciados. Los caramelos que nos daban se valoraban mucho más.

Por nuestra parte, nosotros sabíamos que por las "ofrendas de difuntos" no se debían dar las gracias y que cuando te agasajaban, uno no debía sonreír.

Un día me encontraba tumbado en el jardín. Llamábamos jardín a unos cuantos manzanos que crecían junto al edificio del orfanato. Tuve que arrastrarme hasta el jardín durante mucho rato, estaba exhausto y en aquel momento yacía sobre la espalda, descansando. Todos los que podían andar estaban lejos, tal vez estuvieran en el club viendo cine, o a lo mejor se los habían llevado a alguna parte, no recuerdo. Estaba tumbado esperando que alguna manzana cayera no lejos de mí. Pero tuve mucha más suerte.

Una vieja escuálida se había encaramado en la verja. La verja era de dos metros, pero a la anciana este detalle no la detuvo. Saltó rápidamente la verja, miró a los lados y se acercó a mí. Después de examinar con mirada experta mis manos y pies, me preguntó, incrédula: "¿Huérfano quizá?". Dije que sí con la cabeza. La vieja no esperaba tanta suerte: un tullido de pies y manos y además huérfano. Dejó en el suelo su cesta, retiró el mantelillo que cubría el contenido, extrajo del interior una torta y me la entregó para añadir con voz de mando: "Come". Me puse a comer con prisas mientras ella me acuciaba y no paraba de repetir: "Y reza por Varvara, por la tía Varvara". Pero todo lo bueno pronto se acaba. Porque al poco rato, por una de las esquinas asomó una educadora.

-¿Conque extraños en el territorio? ¿Quién la ha dejado pasar? ¿Qué hace usted aquí?

Y dirigiéndose a mí:

-¿Qué estás haciendo?

¿Qué es lo que estaba haciendo? Me estaba zampando la tercera torta. La masticaba lo más deprisa que podía porque en la mano aún tenía otra media torta y quería tener tiempo de acabarla.

Mientras tanto, la espabilada abuelita ya había recogido su cesta y se había encaramado a la verja. Me comí a toda prisa la torta. La educadora se quedó junto a mí un rato, le sonrió a algo y se marchó.

Eran las primeras tortas de mi vida.

Una vez más me trasladan de una casa de niños a otra. La fiesta empieza en la misma estación, me dan un helado y limonada. El helado es grande y está cubierto de chocolate. En cuanto el tren se pone en marcha, la cuidadora y la enfermera se van a "pasear", me dicen. "¿Qué? ¿Nos damos un paseo?". Regresan con dos georgianos. Un georgiano es viejo, de pelo blanco; el otro es más joven. Todos beben vodka, están contentos. Me cortan un buen trozo de salchichón, me dan huevos, limonada. El georgiano de pelo blanco no para de cortar embutido, me prepara bocadillos y repite sin parar: "Come, come, que los niños han de comer bien". Hay mucha comida y nadie se para a contarla. Oscurece, puedes mirar cuanto quieras por la ventana y comer salchichón. Y así querrías seguir: viajando sin parar, mirando por la ventana. Entonces se me ocurre pensar que si a todos los mayores de la Tierra les dieran mucho vodka y salchichón, todos serían buenos y todos los niños serían felices.

Estoy en mi orfanato, en el mejor orfanato del mundo. Tengo ante mí el desayuno: un poco de puré de patatas, medio tomate, un bollo con mantequilla y té. Sé con seguridad que hoy no es fiesta, entonces ¿por qué nos han dado patata? Pruebo el té: está dulce. El tomate fresco es simplemente un manjar. Me lo como todo y comprendo que he tenido una suerte fantástica, he ido a parar al Cielo.

Katia y yo vivimos en un apartamento que es un semisótano, porque sus padres no quieren aceptar nuestro matrimonio. Es el piso de mi maestra, una de las mujeres más buenas del mundo. Nos ha dejado su casa y se ha ido a vivir a su casa de campo.

Por el camino de regreso de la universidad, Katia compra pelmény

[variante rusa de los raviolis]. Echa el paquete entero en la cazuela. Yo sé qué son los pelmény. En la casa de niños nos daban cuatro por barba.

-¿Cuántos vamos a comer?

Katia me mira con extrañeza.

-¿Qué pasa, que los contabais?

Katia sirve los pelmény. Se come un plato entero, yo no puedo con más de seis. Entonces comprendo que en este mundo extraño y ajeno al Estado tampoco se cuentan los pelmény.

-No tires el agua de los pelmény -le aconsejo a Katia-. Con este caldo se puede hacer una sopa -añado con sentido práctico.

Al cabo de unos días, Katia, de visita en casa de sus padres, come pelmény. Su madre se lleva de la mesa la cazuela con el caldo de los pelmény y quiere salir de la cocina.

-Mamá, no tires el agua, que con ella se puede hacer una sopa -dice sin pensarlo Katia.

Al día siguiente, cuando Katia se va a clase a la universidad, su madre se acerca hasta nuestro refugio y deja junto a la puerta un pollo crudo. El hielo se ha roto.

Cuando Katia se va al trabajo, yo me quedo a solas en casa con la más encantadora de las mujeres. Compartimos la casa con su abuela.

La anciana entra en mi habitación y se sienta enfrente:

-¿Qué, aún no has cascado?

-Qué va -le contesto-. Cascaré cuando haga falta. Tampoco usted es una jovencita. ¿O es que ha decidido vivir eternamente?

-¿Y a ti, quién te necesita sin manos ni pies? Si no puedes ni clavar un clavo.

-¿Tiene usted un lápiz a mano?

-Sí.

-Vaya usted por la casa y allí donde le haga falta un clavo, márquelo con el lápiz. Créame, verá cómo aparecen los clavos.

Así, entre estas delicadas charlas pasamos el rato. La abuela me cuenta historias de su juventud, de sus parientes. Por sus relatos resulta que toda su parentela eran unos canallas y unos miserables.

Al cabo de un rato se dirige a la cocina, se oye cómo retumba la vajilla. Regresa.

-Rubén, he preparado una sopa. ¿Vas a comer o tienes miedo de que te envenene?

-Venga esa sopa. Además, con lo que he llegado a comer, ¿qué miedo voy a tener de envenenarme?

Me trae la sopa. Está muy buena. En el fondo del plato hay un gran trozo de carne de pato.

Cuando Ala estaba embarazada vivíamos muy mal. Ala comía pan con grasa fundida. Yo no podía comer grasa, comía pan con aceite de girasol. (En el orfanato, un pedazo de pan regado de aceite de girasol y con un poco de sal se consideraba un manjar). Aquel año por primera vez me empezó a doler el estómago. También preparábamos sopa de guisantes. Ala no comía sopa. La comía yo solo. Yo lo pasaba cien veces mejor que ella. Yo podía comer sopa y no estaba embarazado. Cuando nació Maya, Ala decidió darle el pecho. La leche natural es muy buena. Pero Maya comía mal. La leche de Ala era de color verdoso. Y la caca de Maya salía verdosa. Durante todo este tiempo, Ala se alimentó de patata. Ala es una persona sana, necesita mucha más comida que yo. Lo que ella se puede comer en una comida, yo lo comía en todo el día. Decidimos que resultaría más económico pasar a Maya a la leche artificial que proporcionar a Ala una alimentación normal.

Vino a verme un conocido.

-¿Cómo te va la vida?

-Normal.

-¿Qué comes?

-Sopa de guisantes.

-¿Con patatas?

-Pues claro.

-Pues nosotros llevamos dos semanas comiendo sopa de guisantes sin patatas.

Yo como sopa de guisantes sólo tres días. Tengo un saco de patatas.

Maya tiene año y medio. Un día se había negado a comer papilla. Yo tomo el plato tranquilamente y me acabo la papilla. Maya primero me pide salchicha, luego rosquillas. No hay ni lo uno ni lo otro, pero no es ésta la cuestión. Si tienes hambre, te lo comerás todo; si no lo haces, allá tú. Es la norma del orfanato. Maya se pasea por la casa y piensa. Luego se acerca tranquilamente a Ala y le dice: "Mamá, cuece unas patatas". Comemos patatas con sal y aceite de girasol, como en el orfanato, donde cocíamos patatas después del toque de silencio con la ayuda de un hervidor casero. La situación que yo alcancé a los quince años (sólo podían cocer patatas los mayores), Maya ya la disfrutaba desde su nacimiento.

Ala llega con Maya del jardín infantil. Se ríe. Se ha encontrado con la cocinera. Ésta le cuenta orgullosa que hoy en el jardín había pollo para comer. "Un pollo gordo, grande, a todos les ha tocado un trocito". En el jardín de infancia hay más de cien niños. Había un solo pollo, o más exactamente, era un pollo y medio. Yo también me río.

Estoy contento de que Maya vaya al jardín de infancia. Allí tiene muchos amigos, todos juntos juegan con plastilina, pintan con lápices de colores. Y además, cuando viene del jardín, Maya se come todo lo que le dan, sin remilgos.

De vuelta del jardín, Maya le pide a Ala que le compre bizcochos. Unos simples bizcochos de vainilla.

-¿Por qué? Ahora tenemos dinero. ¿Quieres que te compre un pastelillo o alguna otra cosa?

-No, quiero bizcochos.

Ala le compra los bizcochos. Maya se sienta a la mesa y se pasa la tarde comiendo bizcochos. Resulta que en la merienda les dieron un bizcocho a cada uno, y Maya se quedó con las ganas de más. A nosotros en el orfanato nos daban dos bizcochos.

Cuando vivía en el geriátrico me asombró una cosa. En el comedor, después de la comida, repartían huesos. Huesos normales de vaca, los huesos de la sopa. Sólo recibían huesos los veteranos de la guerra. De los huesos se había cortado escrupulosamente toda la carne, pero si uno era lo suficientemente mañoso, aún podía conseguir algo. Los veteranos se agolpaban junto a la ventanilla del comedor, se peleaban enumerando sus méritos y grados. Hace poco le pregunté a un conocido del internado qué había pasado con los huesos, si seguían repartiéndolos.

-¡¿Qué dices?! Ya no se cocina nada con huesos. No hay huesos.

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