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Reportaje:ESCENARIOS URBANOS

El caso del limpiabotas

La Plaça de la Pescateria, en pleno centro de Castelló de la Plana, es una plaza como otra cualquiera. Es un espacio peatonal que linda con el Ayuntamiento, con el Mercado Central y, en su extremo sur, con los pórticos de la plaza Santa Clara. En Castellón hay que ir fijándose en las plazas porque en ellas se reduce lo más característico de una ciudad marcadamente anticlimática. He leído en algún sitio que la capital de La Plana es una de las ciudades españolas que más ha crecido en los últimos años, y enseguida he pensado: habrá que hacer más plazas.

La de Santa Clara, por ejemplo, es la obra cumbre del alcalde que mejor supo compenetrarse con el ser átono de Castellón, Antonio Tirado. Pero a este rectángulo porticado con su horrible relieve escultórico en el centro siempre le faltará el encanto de la Pescateria, alejado de cualquier estridencia que no sean esas humildes estatuas blancas, dos mujeres semidesnudas, que sirven de alegoría del arte local, aunque el público, muy en su papel desdramatizador, las bautizó enseguida como Las tortilleras.

"Hay que ir fijándose en las plazas porque en ellas se reduce lo más característico"
"Castellón, una capital inexistente o, lo que es peor, una ciudad intrínsicamente literaria"

En realidad he escogido la Plaça de la Pescateria por una cuestión absolutamente subjetiva: en enero me encontré, sentado en la mesa de una de las cafeterías de la zona, con un curioso limpiabotas que había establecido allí el núcleo de su radio de acción. El sol de enero regaba, a las once de la mañana, la recogida plazuela. Rafael -era su nombre-, extremeño aunque con un matiz quechua en su rostro, realizó su oficio con un punto de eficacia admirable y aprovechó la circunstancia para darme conversación. No hay que tomarse a broma el diálogo entre un limpiabotas y su cliente. Rafael se quejaba. Según él, Castellón no resultaba en absoluto un buen lugar para el ejercicio de su profesión, vistosa y dulcemente anacrónica. Al fin y al cabo, en hora y media yo era su primer cliente. La pregunta es por qué la gente ya no da a limpiar sus zapatos. Para Rafael la respuesta era inapelable: porque esta es una capital de provincia avara y mediocre -digamos que sus palabras exactas fueron un tanto más escatológicas, pero como indicio ya le vale.

Esta historia, por supuesto, no tiene que resultar ejemplar o moralizante. Basta con que sea, sin dudarlo, absolutamente verídica. A mi modo de ver las cosas, sin embargo, llovía sobre mojado. Hace años escribí que Castellón me parecía una capital inexistente o, lo que es peor, una ciudad intrínsecamente literaria. Tiene la misma consistencia que Vetusta, el condado de Yoknapatawpha o Comarquinal. Un sitio donde nunca pasaba nada, excepto el tren, y es por esto que la más reciente política de enterrarlo a ultranza era todo un síntoma de la claudicación de la Historia y el triunfo de la Geodesia. A todo esto hay que añadir ahora el juicio terrible de Rafael, el limpiabotas.

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El amable lector, sin embargo, no está obligado a comulgar con tanta fatalidad. Al fin y al cabo, en los últimos años se han hecho indudables progresos en el terreno cultural, con hitos tan sólidos como el Museu de Belles Arts o el Espai d'Art Contemporani, o ese bonito Auditori donde podrán celebrarse los banquetes de bodas después de pasar por Lledó. Quizá Castellón pueda aún elevarse sobre sus zapatos sucios y volver al esplendor de los años 30, para que un nuevo Azorín venga a glosar su centralidad cultural en el horizonte valenciano.

De momento, nos queda el consuelo de pasear por sus calles de verano, repletas de magrebíes y rumanos (la clase media del lugar ha escapado a Benicàssim), y soñarles un perentorio destino cosmopolita.

Inexorablemente, sin embargo, tendremos que acabar recalando en la Plaça de la Pescateria y buscar enseguida con los ojos al bueno de Rafael, que deberá proporcionarnos su diagnóstico. Todas las plazas de todas las capitales deberían tener su Rafael. Aunque duela.

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