Palabra de poeta
Como poeta reconocido mundialmente, me siento capacitado para pontificar sobre La Belleza. Por ejemplo: Barcelona es muy linda. ¿Ven lo que les decía? Una opinión, un acierto. Y así podría estar todo el día. Barcelona es cantidad de guay y por eso resulta difícil elegir el rincón más bonito.
"Antes de hablar quesería decir unas palabras", como proclamaba un personaje gashego en la televisión argentina, allá lejos y hace tiempo: lo que estoy a punto de hacer es un acto de nobleza sin par. En efecto; cuanto más valioso es un tesoro, más jode compartirlo, eso lo entiende cualquiera.
Vale, aquí va, antes de que me arrepienta. El rincón más primoroso de la city es el parque de Les Heures, sobre todo -pero no solamente- porque incluye al palacio de Les Heures. ¿Un fabuloso palacio desconocido? Pues sí. Apuesto lo que sea a que el 99% de los potenciales degustadores de esta maravilla no tienen idea de que existe. Es un parque público y está a 10 minutos de la estación de Montbau de la línea verde del metro. Hay que subir por la calle de la Poesía -¿casualidad, lectores?- y continuar por la de la Armonía: toda una premonición.
Pero tengan cuidado, consulten los horarios de cierre en los carteles de la entrada. Unos guardias de seguridad que dependen de la Universidad -en el palacio se imparten cursos, etcétera- cierran las verjas a la hora señalada sin tomarse la molestia de echar un vistazo para avisar a los visitantes desprevenidos. A mí me pasó. De pronto me vi encerrado como una fiera en un sitio en el que nadie oiría mis gritos de auxilio. La noche empezaba a cernirse como un gélido presagio de alabastro...
Me dispuse a luchar por mi vida, empuñando el bolígrafo Bic cual mortífera daga. Los jabalíes de Collserola, amparados en la oscuridad y la jauría -hidrófobos quizá- no tardarían en rodearme para dar buena cuenta de mis rosadas carnes. Apreté los dientes y en ese momento sentí una mano en el hombro. Era Maite, la obrera filósofa, armada con sus habituales toneladas de sentido común. "Me parece que por ahí podríamos escabullirnos, mira". Dicho y hecho. Junto a la capilla del palacio, la verja deja un resquicio suficiente para permitir el paso de personas no afectadas de obesidad, el mal de nuestra época.
A pesar de este incidente menor (me quedé con las ganas de hundir el Bic en la yugular de los jabalíes hidrófobos) el parque de Les Heures es la más bruñida joya de la corona condal. Búsquenlo en el plano y vayan a disfrutar de su hermosura: es un palacio de cuento de hadas rodeado de terrazas exquisitamente ajardinadas.
Sé que no irán y por eso me quedo de lo más tranquilo. Yo ya he cumplido.
En realidad, no es la primera vez que intento correr la voz. Ya lo hice en el primer artículo que publiqué en este prestigioso medio, hace tres años. Y hablé del palacio y su parque en algunos programas de radio a los que suelen invitarme por mi condición de poeta laureado.
Tuve que vencer mi natural egoísmo -que es grande, pero parece minúsculo comparado con el de la patronal- para decidirme a contar mi secreto dorado. Dudé, sufrí, me retorcí en un vertiginoso intríngulis desintegrador y al final dejé que triunfara el lado bueno.
La siguiente vez que subí a mi rincón favorito pensé -ingenuo de mí- que me encontraría con mogollón de basca. ¡Qué va! Ni un alma, como de costumbre. Y es que... ¡oh, agridulce paradoja!... ¿quién escucha a los poetas?
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