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Columna
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Música

En una página riesgosa de Schopenhauer se defiende que la música es el único arte autónomo que existe: que, a diferencia de la pintura o la escultura, que se alimentan de modelos, la música podría existir perfectamente aunque el universo se hallase ausente, sin necesidad de astros, nubes, sangre y guijarros. Es decir, que se trata del único arte que no se encuentra dentro del mundo, sino a su lado: no imita mostrencamente la realidad, construye otra paralela. Muchos han sido los que han promulgado que el ritmo y la melodía constituyen métodos preferentes para acceder a los centros de las cosas. Nos sorprendería saber que Tolkien, convertido por la industria cinematográfica en proveedor de pienso para adolescentes, inicia su enmarañada mitología en El Silmarillion con un prólogo musical: la creación es el resultado de las diversas variaciones a que los Ainur, genios o dioses, someten el tema propuesto por Ea, el artífice supremo. En estos días de padecimientos, cuando el calor me lo permite, recorro un curioso ensayo de Marius Schneider que tiene precisamente por tema el origen musical de la simbología zoológica y escultórica; en él leo que según el pensamiento primitivo el arte más accesible para comunicarse con el cosmos es el de la música, porque también la vasta naturaleza que nos rodea se rige por compases, modulaciones, silencios y redobles, el de la noche y el día, el de las voces de las bestias, el del bramido de la tormenta. Por esto toda religión se halla vinculada al canto, por esto toda liturgia incluye himnos, letanías, salmos. La música es la vía más directa para reconciliarnos con Dios y con la totalidad, para devolvernos al lugar del que procedemos: eso es precisamente la misión de la re-ligión, la de re-ligar.

Y es a la capacidad reconciliadora de la música a la que quería referirme, ahora que en Sevilla, por segundo año consecutivo, el pianista y director Daniel Barenboim se sirve de ella para hacer nudos. Como ninguna otra disciplina, exceptuando tal vez la arquitectura, la música pone ante nosotros el valor de la armonía: nos enseña que a pesar de las disonancias, de la variedad de timbres, alturas y tonos, de la irrupción desconsiderada del ruido, los sonidos pueden organizarse y caminar juntos, componer una unidad, lograr un acuerdo. Una melodía, cualquier melodía, supone siempre un triunfo sobre la desidia y el silencio, sobre las fuerzas adversas del caos que todo lo oscurece, enreda y arruina. No es mala lección para los tiempos que corren, en que cada uno decide vocear por su cuenta sin tener en consideración la garganta del vecino. Algunos imputan a Barenboim exhibicionismo, deseos de figurar en las postales, falta de un proyecto auténtico: un escollo tan sangriento y afilado como el que impide la convivencia entre israelíes y palestinos, dicen, no se salva a fuerza de templar violines. Tal vez, pero la vida está hecha de gestos y uno sospecha que en el fondo sólo los gestos contienen lo importante. Aburrido, el mundo ha dejado de atender a los cadáveres despulpados que cada mediodía copan la televisión: no está de más que al penetrar en los teatros un hombre de frac les recuerde que el futuro necesita de la participación de todos, de sus voces, de sus instrumentos.

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