_
_
_
_
_
A PIE DE PÁGINA

Foto

Todo aquel que acostumbre a pasearse por los rastros o a curiosear en las chamarilerías cuyo propietario se autocalifique, con o sin razón, de anticuario, sabrá a lo que me refiero: entre peregrinas vajillas, latas de galletas con imágenes de casas reales desaparecidas, ceniceros con marcas de bebidas que han dejado de existir hace tiempo, te encuentras de repente con un álbum de fotos amarillentas, retratos de personas que no conoces ni conocerás jamás. Nada tienes que ver con esa gente y, sin embargo, algo te impide cerrar el álbum: voyeurismo, curiosidad, melancolía. Comoquiera que sea, te has adentrado en un mundo mágico en el que no rigen las relaciones de poder normales. Por mucho que tú mires a esas personas, ellas no te miran a ti, aunque en realidad sí que lo hacen: te miran sin haberte visto jamás. No importa que sepas quiénes fueron; el nombre que tal vez figure o no figure en la foto no les resta misterio. Por la ropa, los peinados y la técnica fotográfica puedes saber cuándo se hicieron esos retratos. En algunos casos eso significa que la persona que te está mirando con tanta viveza ha desaparecido ya de la faz de la tierra. A mí esto me resulta un misterio. Miro a un ser desconocido, un hombre o una mujer, al que nunca he oído hablar ni reír, y tal vez quisiera decirle algo. La intimidad que súbitamente compartimos debería permitirme, por lo menos, hacerle una pregunta.

La foto es el fetiche que pretende recuperar el tiempo, pero la ganancia se torna pérdida

Son instantes alquímicos: entre esas personas y yo se han colado el tiempo y el destino. En algunas fotos la gente mira a alguien que ni ha nacido todavía. Quien me mirara a mí setenta años atrás no vio nada. Pero no era a mí a quien iba dirigida esa mirada, me dice ahora la voz de la razón; aquel hombre o aquella mujer no me miraban a mí, sino a un ser vivo que tenían delante de sí, un fotógrafo cualquiera, un hermano, un padre, un transeúnte. En ello reside el quid de la cuestión: ¿por qué entonces me miran a mí? Porque eso es un hecho innegable, esa mirada, esas miradas, están posadas en mí, en un ser de cuya existencia ni siquiera sospechaban. A través de los ojos de la persona que les hizo la foto me miran a mí a los ojos, y aquí estoy yo en este mercadillo con un álbum lleno de personas que me miran, que me muestran jirones de sus vidas, que se entregan.

Lo que lo hace tan conmovedor

es la inocencia. En realidad, uno no debería mirar mucho rato este tipo de fotos. Esas personas estaban en familia, no posaban, no pensaban en el voyeur, en el intruso; ninguna de ellas sospechaba que algún día alguien intentaría penetrar en los misterios de sus vidas. ¿Quién es hijo de quién? ¿Era éste un hermano o un amante? ¿Cuántos años separan este rostro tan joven de aquél otro mucho mayor? ¿Qué habría pensado esa mujer joven de haber podido ver su propia foto con cuarenta años más? Porque también en esto el poder pertenece al mirón, aunque sea una falsa sensación de poder: por unos instantes, éste se figura que maneja los hilos de estas vidas, como un escritor. En cada foto, el mirón sabe lo que los retratados todavía ignoran, porque él ha visto las fotos posteriores; él es, en cierta manera, una representación del futuro de esos seres.

En algunos países árabes las mujeres se tapan la cara cuando alguien les hace una foto. Algo les es arrebatado, hurtado, sustraído. Lo que eres deja de ser exclusivamente tuyo, se entrega a las miradas ajenas, para verse después en un contexto al que no iba destinado. La que se deja fotografiar rompe un tabú. Nosotros ya no somos conscientes de esto, pero ¿significa ello que no existe? ¿No será que en el fondo del alma sentimos algo parecido? ¿Por qué si no resulta tan extraño ese instante en el que te hacen una foto? Hay que estar quieto, se produce una forma de espera, alguien está intentando que "salgas" lo mejor posible, pero ¿qué está sucediendo exactamente? Algo se detiene, pero ¿qué? ¿Tú o el tiempo? El tiempo no puede ser detenido y sin embargo así sucede, y en ello reside la siguiente paradoja. La luz te ha escrito, has reído, has estado quieto, has mirado a la cámara, el tiempo fluido en el que normalmente te mueves se ha solidificado a tu alrededor y te ha envuelto como en un capullo transparente: nunca podrás mirar de otra manera que la que miraste entonces en aquel instante solidificado, no podrás dar ningún paso, no podrás quitarte aquel traje de 1923 o 1936, estás clavado como una mariposa, el dedo del fotógrafo te ha atravesado con un alfiler, éste fuiste una vez, ahí y entonces, ¿no querías conservar la imagen? Tus pensamientos de entonces se han tornado invisibles, incluso para ti mismo, perdidos en el tiempo amorfo que nos envuelve continuamente. Sólo la imagen permanece.

La foto es el fetiche que pretende recuperar el tiempo, pero la ganancia se torna pérdida: a cambio del recuerdo de un yo anterior recibes la certeza del tiempo pasado, del instante que nunca más retornará, cuando tu intención era retenerlo.

Existen, a mi parecer, tres tipos de álbumes de fotos: los de los demás -los desconocidos-, los de la propia familia y los de las personas que por alguna razón se han hecho famosas: políticos, estrellas de cine, escritores. La primera y última categoría la imprimimos con ayuda de la segunda. Reconocemos la situación humana en la que se nos presentan retratados, porque también nosotros figuramos en el álbum familiar, porque alguna vez hemos sido fotografiados con toda la clase, con un novio o una novia, con tíos o tías, en el regazo de la abuela o con amigos de uniforme: nos ha sucedido a todos, sabemos de qué va. Nietzsche de uniforme, Garbo en el colegio, Churchill de bebé, Thomas Bernhard con su madre..., conocemos estas fotos porque a todos nos han fotografiado en la misma situación y con el mismo propósito. Más adelante, una vez famosas, esas personas serán fotografiadas por otras razones, con lo que esas fotos ya no nos impresionarán igual. Las fotos de los desconocidos las conocemos de la misma manera, incluso tal vez doblemente. ¿Cuántas veces no nos ha sucedido que un par de soldados, tres amigas o una joven pareja de enamorados nos han pedido que les hagamos una foto? El instante en el que uno dispara la cámara coincide momentáneamente con el instante en el que te encuentras con uno de esos álbumes: ahora los desconocidos te están mirando a ti de verdad. Ahí están frente al objetivo (el de su propia cámara), rodeándose la cintura o los hombros con los brazos, mirándote como si te conocieran aunque tú no sabes ni cómo se llaman; a sus espaldas, una pared, un embarcadero, una estatua de la que ya nunca más se desprenderán, porque ya ha sucedido, acabas de disparar la cámara, y ellos ya están en el álbum, pegados, conservados, y no olvidarán tu nombre porque nunca lo supieron; tú no existes en la foto, tu presencia es invisible, la foto desaparecerá en sus álbumes y no se diferenciará en nada de las demás fotos. La hija le preguntará al padre dónde se hizo esa foto y él le contestará: ¡Ah, sí! Eso fue en Amsterdam, el primer viaje que hicimos tu madre y yo. Y la hija pensará (aunque no lo dirá) que le resulta extraño que sus padres hayan podido ser alguna vez tan jóvenes. Más adelante, su propio hijo pensará lo mismo y tampoco dirá nada, pero preguntará algo acerca del uniforme de su abuelo que murió en la guerra, y su madre se acordará de aquel uniforme y del clic que hacía el cinturón cuando su padre lo cerraba; del archivo de su memoria extraerá la sensación que le producía al tacto la tela del uniforme cuando, con sus piernas de niña, se sentaba en el regazo de su padre, ahora ya -oh, dios mío-, ahora hace ya más de cincuenta años.

Cada álbum de fotos es una no

vela de la que han sido arrancadas una gran cantidad de páginas, y eso es lo que le confiere precisamente ese carácter extraño y ambiguo. Cuando se trata de nuestra propia novela, nuestra propia historia, esas páginas desaparecidas anidan en nuestra memoria, y cuando se trata de desconocidos podemos escribir la novela porque la conocemos sin conocerla. No importa ya si se trata de una novela japonesa, rusa o alemana, sabemos de qué va, nacimiento, muerte, amor, carrera, familia, ejército, enfermedad, amigos, guerra, fiesta, niños. Sabemos que formamos parte de la historia aunque no la hagamos nosotros mismos, que la historia conoce actores y víctimas, y que existen cosas que no aparecen en los álbumes. A lo visible lo llamamos condición humana, aquello de lo que sabemos algo, incluyendo los misterios. Por ello gozamos del derecho de mirar a los desconocidos tal como ellos nos mirarían a nosotros si algún día encontraran nuestro álbum de fotos en el rastro, algún día, al cabo de mucho tiempo. Ellos verán entonces cómo nuestra familia aumenta y disminuye, verán a los que se añadieron, verán cómo crecimos y menguamos, y nosotros les miraremos con la cara seria o con una sonrisa, enamorados, viejos o llenos de esperanza, solos o en compañía de otros, y, sin saber nada, sabrán mucho de nosotros, y, con una ligera sensación de melancolía, cerrarán nuestro álbum sabiendo que se han mirado a sí mismos, la saga de las posibilidades humanas representada por unos desconocidos en el mismo país o en otro, en otro tiempo o en el mismo, si bien otra vida.

Traducción de Isabel-Clara Lorda Vidal.

Una niña granadina en una imagen tomada en el siglo XIX.
Una niña granadina en una imagen tomada en el siglo XIX.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_