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POSTALES DE VERANO

El bostezo como privilegio

Pocos han visto la cara de Santiago Sierra y sin embargo muchos saben que el artista parece perseguir la misma visibilidad que el excéntrico albino de Pittsburg. Y conozco a unas cuantas que, como Valérie Solanas, dispararían contra su sombrero de piel de guepardo para saber qué se oculta bajo sus cascos, qué oscuros intereses le impulsan a trabajar con los peores desechos del espacio social: prostitutas, drogadictos, inmigrantes o cantantes callejeros.

El ideal del arte radical, con un amplio efecto mediático, todavía no ha sido reconocido en nuestro país como una estafa. Cuando Sierra declara que su postura política es la de "colaboracionismo (...) en esta guerra (la de Irak) se van a defender unos intereses económicos de los que nos vamos a beneficiar todos", no puede estar afirmando una verdad, ha de ser cínico. Y si el mercado es el Gran Hermano, él no puede parar su lógica, ya que desde su factory es capaz de denunciar los cientos de injusticias que acontecen en el llamado Tercer Mundo. Su forma de vender al cliente y de tranquilizarlo es repetir la realidad -llenar de inmigrantes la bodega de un barco (Barcelona, 2000) u obstruir una vía con un contenedor de carga, produciendo una gran congestión de tráfico (México, DF, 1998)- al tiempo que mantiene la ilusión de que el producto es único. ¿Saben en cuánto se cotiza la fotografía hecha en la galería Guillermo Guerrero a unos mendigos ciegos a los que contrató durante cuatro horas diarias tocando lo mismo que hacían en la calle (Dos Maraqueros, 2001)? Doce mil dólares. No está mal.

En el caso del pabellón español para la Bienal de Venecia, la nula originalidad y el carácter mediático de la pieza alcanzan su paroxismo. Los detritus de Sierra se parecen de un modo increíble a la pieza que Hans Haacke hizo en 1993 en el pabellón alemán. Ilya Kabakov también creó una pieza sobre el museo en ruina y el desmoronamiento de la Unión Soviética. En la exposición de Sierra, la cópula entre la opulencia institucional y la denuncia de una situación social -la protesta por la política de inmigración del Gobierno- ha dado su peor fruto, un monstruito que babea y que no deja ningún culo sin lamer. Si las únicas obras que mostraban algún tipo de convicción eran las de su época madrileña en las que todavía hacía arte radical sin alardes, las de los últimos años alcanzan un grado de presunción y un cinismo que produce vergüenza ajena. En el texto del libro de Sierra para la bienal, titulado La mercancía y la muerte (una catalogación de todo su trabajo pagado con el dinero de los españolitos), Rosa Martínez conecta su obra con las iconografías de Goya, Buñuel y lo absurdo beckettiano en un rapto de histeria teórica. Lo verdaderamente radical habría sido obligar a pagar unos cuantos euros para entrar a los visitantes con pasaporte español, como hacen los inmigrantes que se juegan la vida en las pateras. Y no todo ese vacío que nos hace bostezar por debajo de la provocación.

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