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Columna
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Corrupción

Hace dos semanas y a propósito del vodevil socialista madrileño me permitía atraer la atención sobre las relaciones de los grupos de interés, y específicamente los consorcios económicos con los partidos con chance para gobernar o que tienen capacidad de coalición -por decirlo en términos acuñados por los tratadistas, de chantaje-, y concluía en que aquellos tratan a estos "como hipotéticos socios o previsibles clientes", y que esto explicaba en buena parte los acontecimientos que se han producido en el seno de la FSM. Pero esa no era toda la explicación, pues faltaba la referencia a un dato institucional que está precisamente en la base de las anómalas relaciones entre partidos y consorcios económicos que, a su vez, afectan a las relaciones del poder con los intereses económicos de sectores muy estructurados, representados frecuentemente por frentes oligárquicos con ramificaciones clientelares o fiduciarias en organizaciones empresariales y profesionales. En efecto, puede que con una valiente regulación legal del derecho a presionar en público, con un reconocimiento explícito de los lobbies y grupos de interés más allá de su capacidad (invisible, opaca a la opinión, o, por lo menos, no reglada específicamente) de influencia o de logro de decisiones favorables a sus intereses privativos, se podría alejar la sospecha permanente de corrupción que pesa en el territorio que media entre la decisión política y los legítimos intereses de los consorcios a que aludimos. El mecanismo que regula la contratación local, o el más ambicioso de las comunidades autónomas y del Estado, las formales garantías de la adjudicación de contratos multimillonarios por parte de las instituciones públicas, la apelación a fianzas, plicas, concursos, subastas, adjudicaciones realizadas siguiendo rutinariamente una legislación que no dispone de un solvente criterio objetivo de mejor postor, entre otras muchas deficiencias, acaba arrojando a los pies de las mayorías políticas en las instituciones de gobierno no la oportunidad de contratar según qué obras sino contratarlas con postores concretos incluso capaces de disuadir a otros de acercarse a la competición (cuando la hay). Formalmente, pues, la batería de recursos legales al servicio de una contratación transparente olvida deliberadamente que -en lo que nos ocupa-, el peligro se da con antelación, porque el trato arbitrariamente discriminatorio se sumerge en la libertad de escoger entre opciones que asiste a los poderes públicos, y porque el manto de la legalidad invocable obvia lo previo, es decir, el secreto (que no la discreción) con que los consorcios se postulan para los encargos del poder público. Una ley que regulase la actividad pública de los lobbies, el reconocimiento del derecho de los consorcios y empresas a ofrecer contrapartidas para la obtención de contratos que pudiesen conocerse en todos sus detalles por la opinión pública, una regulación sin cinismo de la financiación privada de los partidos políticos, estableciendo una contabilidad pública para estos, entre otras medidas, evitaría espectáculos como el de Madrid, que están latentes en otros muchos municipios, provincias o comunidades autónomas. El modelo de relaciones profesionales entre consorcios y poderes públicos realmente existente es deficiente, se presta a la chapuza y a la corrupción de ambas partes y puede convertirse en un polvorín. Si esto ocurre en la abundancia ¿que pasará cuando el crecimiento económico se estabilice o estanque?

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