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Pluralismo monótono

Con una larga historia tras de sí, cuyo origen se remonta a fines del siglo XIX, es lógico que la Bienal de Venecia haya sufrido grandes transformaciones a través de su siglo largo de existencia. De esta manera, lo que inicialmente fue un salón internacional de arte, que seguía con retraso el decimonónico modelo francés, se convirtió, primero, según inspiración del régimen fascista, en una plataforma de propaganda cultural, y, tras la Segunda Guerra Mundial, en el centro promotor de vanguardias que ha sido, con fuertes crisis intermedias, hasta los años ochenta del pasado siglo, momento en el que se inició la deriva actual, en la que prima lo espectacular sobre cualquier otra consideración. En realidad, las últimas doce ediciones han estado cortadas por este mismo patrón, al margen de la mayor o menor competencia de sus respectivos responsables, lo que ha significado, por una parte, el progresivo empequeñecimiento de la importancia de los pabellones nacionales, de suyo incontrolables, mientras, por otra, se agigantaba el tamaño y el peso específico de las grandes muestras panorámicas montadas desde el organismo directivo de la bienal. De todas formas, como este cada vez más enorme tinglado no ha podido prescindir de los históricos pabellones nacionales, ni de las muy rentables metástasis gubernamentales, alquilando palacios y organizando saraos a precio de oro por toda Venecia, al final la bienal es un monstruo ferial, en el que es muy difícil o imposible distinguir el polvo de la paja, o, lo que es lo mismo, lo promocional de lo artístico. En este sentido, uno se encuentra en Venecia o en Kassel los mismos artistas y los mismos agentes que en cualquier otra feria de arte contemporáneo que pueblan hoy prácticamente casi todos los continentes.

La mayor parte de los observadores sagaces insisten en la "aburrida corrección" de la bienal

Si no hubiera hoy tal barahúnda de "ciegos" y "cínicos" celebrando la ceremonia de la confusión, me podría haber ahorrado este preámbulo, que, por otra parte, sirve para encuadrar también la actual 50ª edición, que, bajo la dirección de Francesco Bonami, ha batido todas las marcas precedentes en cuanto a número de artistas, muestras, actividades, fiestas, etcétera, no dejando un lugar sin ocupar en la ciudad, ni dando el menor respiro al abrumado visitante.

Portando como título general de la convocatoria el de Sueños y conflictos. La dictadura del espectador, hay, por de pronto, once muestras principales, que responden a los siguientes rótulos: 'Retardos y Revoluciones' y 'La zona', que ocupan el Pabellón Central o de Italia en los Giardini di Castello; 'Clandestinos', 'Derrumbamientos', 'Sistemas individuales', 'Z.O.U./Zona de urgencia', 'La estructura de la crisis', 'Representaciones árabes contemporáneas', 'La cotidianeidad alterada' y 'Estación Utopía', en el inmenso Arsenale; 'Pintura: de Rauschenberg a Murakami, 1964-2003', en el Museo Correr. Pues bien, añádase a este conjunto, las presentaciones individuales adscritas en los apartados denominados 'Interlude' y 'Link', más los 32 pabellones nacionales, que abarrotan los históricos Giardini, y más los otros 22, que, por falta de espacio, se esparcen por toda Venecia. Por último, complétese la ya abrumadora cifra con lo que cada gobierno, firma comercial, fundación, etcétera, organizan simultáneamente por su cuenta, y se comprenderá que semejante tinglado no sólo recubre la ciudad entera, sino que prácticamente tapona la capacidad de asimilación crítica del más estoico visitante, que sale de allí más aturdido que en cualquier feria.

Por lo demás, el planteamiento de Bonami ha introducido dos novedades significativas: la primera, la de delegar una parte de su responsabilidad en una serie de comisarios, que han actuado de forma independiente, entre los que hay que citar a Catherine David, Carlos Basualdo, Hou Hanrou, Igor Zabel, Daniel Birnbaum, Gilane Tawadros, Massimiliano Gioni, Rikrit Tiravanija, Gabriel Orozco, Molly Nesbit y Hans Ulrich Obrist; la segunda, la de minimizar de forma radical, no la presencia física, sino el peso estético de los pabellones nacionales, que marcadamente ocupan un papel secundario y residual en la clara jerarquía del conjunto. Con lo primero, Bonami se ha cubierto las espaldas para que no quedara fuera ninguna de las opciones o tendencias más operativas de la actualidad, dando además una sensación de pluralismo polémico, aunque el efecto logrado al final sea, paradójicamente, muy monótono, casi aburrido. Con lo segundo, ha querido marcar una frontera entre "acción independiente" y "acción gubernamental", una componenda no demasiado convincente, porque no deja de ser "un brindis al sol".

Sea como sea, ¿cuál es la impresión dominante que se lleva el visitante tras recorrer esta acromegálica bienal, además de lo de su ya mentada gestión "ecléctica" o "diplomática"? La mayor parte de los observadores sagaces insisten en su "aburrida corrección", una obviedad, si se quiere, porque no creo que la corrección pueda ser en ningún caso divertida. Por otra parte, el intento de paliar esta confortable asepsia del conjunto con la insólita multiplicación de artistas jóvenes y desconocidos -casi la mayoría han nacido en las décadas de los sesenta, setenta y ochenta, con lo que la edad media mayoritaria es de treinta años, insólitamente precoz en el desarrollo de la personalidad artística- produce la sensación angustiosa de una huida hacia adelante más que la de una refrescante renovación, porque muchos de estos nombres rellenan huecos más que ilustrar una trabada hilazón argumental. De manera que, por decirlo de una manera, "hay de todo" a través de una prolija suma de naderías.

¿Estamos, pues, ante un fias-

co? Si se pudiera zanjar la cuestión de una forma tan burda y reductora, habría que añadir de inmediato que el auténtico fiasco no correspondería a esta edición de la bienal, sino a la situación que vive en la actualidad la promoción del arte, cada vez más intervenido por mediaciones y agentes espurios. Por otra parte, entre varios centenares de artistas, parece evidente que hay de todo, bueno, regular y malo. Como en la anterior Documenta de Kassel, aquí también dominan los llamados "nuevos medios" y el gusto por el "reciclaje", mientras que la ideología dominante es la del "multiculturalismo" -consistente, por lo general, en que los artistas de los cinco continentes se expresen y digan lo que dictan los doctrinarios de la buena conciencia occidental-, la "política de los géneros", y, en definitiva, todo lo que tiene que ver con lo llamado "políticamente correcto". Pero, junto a ello, Bonami no ha querido descuidar otras líneas, como la de un arte analítico y conceptual revisitados, tal y como aparece en la muestra 'Sistemas individuales', de Igor Zabel, ni tampoco prescindir de la pintura, a la que rinde un homenaje, bastante convencional, en la muestra por él mismo seleccionada en el Museo Correr.

¿Qué decir, por último, de los añejos y ahora muy castigados pabellones nacionales, que se han multiplicado al socaire de la reciente irrupción de un montón de nuevos países? En este campo, es casi imposible establecer un patrón, si bien la calidad media deja bastante que desear, dentro de una mediocre pulcritud general, que tampoco ayuda a elevar la tensión de esta edición sin aspavientos, ni sorpresas. Desde mi particular juicio, cabe destacar los pabellones de Alemania (Candida Höfer y Martin Kippenberger), Reino Unido (Chris Ofili), Francia (Jean-Marc Bustamante), Canadá (Jana Sterbak), Portugal (Pedro Cabrita Reis) y España (Santiago Sierra), si bien este último, sobre todo, por la ingeniosa ocurrencia del artista de cargarse la idea de los pabellones nacionales con la excusa de denunciar las odiosas barreras para la inmigración, lo cual es como "matar dos pájaros de un tiro", aunque, puesto en faena, es una pena que se le acabase tan pronto la pólvora.

Dos visitantes contemplan 'Lieber Maler, Male mir', de Martin Kippenberger, en el pabellón alemán.
Dos visitantes contemplan 'Lieber Maler, Male mir', de Martin Kippenberger, en el pabellón alemán.

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