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Columna
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La paga de los soldados

Prometen tanto, que no es posible evitar la sensación de ebriedad, de vértigo. Ofrecen tanto, que el oyente escéptico agita el aparato transistor, incrédulo, confundido por la cuña y mareado por esas palabras torrenciales que obstinada, persistentemente, le repiten. Hablan, por ejemplo, del millón quinientos mil euros invertidos en el ramo de la instrucción, afean la conducta política de ese partido opositor que cuando fue gobierno, dicen, había dejado la educación en el último lugar. Pero el futuro les pertenece y por eso, cambiando el tono, con voz cachazuda y petulante, anuncian: "Una vez completado el mapa escolar, construiremos guarderías para hacer compatible el horario familiar y laboral". Fíjense en los verbos: el primero es un participio, el segundo un futuro. El primero expresa un complemento circunstancial, de tiempo justamente; el segundo indica una acción que aún no se ha realizado. "Una vez completado el mapa escolar" es una fórmula expresiva que cuando estudiábamos latín aprendimos a llamarla ablativo absoluto, un modo de designar un acto consumado y que, por eso mismo, es pasado.

¿Significa eso que el mapa escolar del que hablan ya se ha materializado? No, porque, como el espectador más perezoso puede comprobar, hay niños, por ejemplo, cursando la enseñanza obligatoria en escuelas de primeras letras. Desde hace años, el hacinamiento y los barracones forman parte de un paisaje duraderamente provisional. Por tanto, ese ablativo absoluto es aún una acción de futuro, algo que entra sólo en el dominio de lo posible. ¿Qué significa eso, pues? Que la generosa, que la pródiga construcción de guarderías que prometen se apoya en un hecho inverificable, en una meta que no es futuro, sino potencial inaprensible. De no edificar esos parvularios, de contrariarse el designio, siempre podrán tener la excusa de que sólo se comprometieron a hacerlo cuando estuviera completado algo que todavía se está cumpliendo, ejecutando, acometiendo. Otra vez los tiempos verbales: ésas son las ventajas del gerundio y así podremos permanecer años y años en espera de su definitiva realización, años en que parvulitos de aquí y de allí (como los del Padre Catalá, de Benimaclet, por ejemplo) seguirán hacinándose y sobreviviendo en contenedores. Pero los contenedores no son aulas, sino sólo su remedo, un pálido reflejo, una armadura metálica que comprime el alma del profesor, que asfixia el ánimo del niño y que entristece a los padres. ¿Cómo hacer compatible hasta entonces el horario laboral y familiar que pregonan? Es un misterio que, como ven, también pertenece a la fantasía de los tiempos verbales.

Pero, de todo lo que ofrecen, nada puede compararse a aquello con que quieren engatusar a los jóvenes, a esos muchachos que ahora se incorporan y que son votantes potenciales. ¿Recuerdan? Se obligan a promover 80.000 nuevas viviendas para de ese modo procurarles una provisión de futuro, que es lo más precario que poseen. Pero, claro, no basta. Para poder acceder a ellas se precisa algo más que contar pocos años: es necesario disponer de numerario, efectivo con que afrontar el dispendioso desembolso que supone siempre adquirir una vivienda, aun cuando la residencia ambicionada sea modesta y reciba subvención. Con el fin de acometer el pago, prometen, atención, un salario joven para todos al acabar los estudios. ¿Cuál será la cuantía de la remuneración? ¿Al finalizar qué estudios? ¿Los obligatorios, el bachiller, la formación profesional, la carrera universitaria, la vida que en sí misma es una enseñanza que no acaba? Punto y aparte.

Pasado perfecto. Hace veintitantos años, cuando fui con escaso entusiasmo a servir al rey, me compensaron la sevicia a que me sometían con un pago mensual. Como los más veteranos saben, como los bisas no habrán olvidado, la mili era una prestación a que estábamos obligados los jóvenes españoles. A pesar de deambular como muchachos zangolotinos, nos hacíamos hombres, por supuesto, pero además adquiríamos presteza en el dominio del armamento, en el uso del glorioso Cetme, en el manejo de aquel subfusil de frío tacto y fácil gatillo. Subfusil, qué extraña denominación, un nombre que se debía sin duda a su menor tamaño pero cuyo prefijo tenía algo de infamante, de carente, de falto, como casi todo lo que la tropa recibía. Entregábamos una parte de nuestras vidas, de nosotros mismos, y teníamos la impresión de que en aquellos meses interminables en que rebasábamos la línea de sombra se nos iban las primeras inocencias. Pero, atención, aquel estado melancólico y aquel dolor inconcreto en que nos sumía el servicio se mitigaba una vez al mes. Era cuando recibíamos la contraprestación, lo que, por parafrasear a Faulkner, llamaremos la paga del soldado. La cantidad era magra incluso para los anémicos bolsillos de los reclutas de entonces: no más de mil quinientas pesetas. Era, en efecto, la soldada. Aquel libramiento era un gasto oneroso para las arcas del ejército, dada la numerosa tropa que lo recibía, y era una módica cantidad que, desde luego, no satisfacía a nadie, ni siquiera al ardiente guerrero que yo era o creían que era. Con esta remuneración, el Estado sólo fomentaba el alcoholismo episódico: la soldada se nos iba excepcionalmente en la tapa y en la caña con que sofocábamos nuestra desdicha castrense.

Pretérito imperfecto. He tenido una ensoñación. He vuelto a vivir todo aquello al oír la cuña radiofónica, al creer que el tiempo no había transcurrido, que estaba en 1981 y que entre esos jóvenes a quienes ahora se les promete dicha gratificación me encontraba yo mismo, dispuesto a cobrar puntual, mensualmente, mi soldada. Pero el aturdimiento ha durado poco. He regresado al mundo de hoy. Sé que ya no tengo derecho a percibir ese salario joven, porque, ay, hace tiempo que dejé de serlo, pero, de repente, he tenido un extemporáneo acceso de osadía política, poco liberal, la verdad, y he pensado que quizá dicha remuneración no tendría por qué reservarse sólo a los más jóvenes si con ello se obtiene algún rédito electoral. Ya que la gratificación prometida me ha llevado al recuerdo de la soldada, una analogía impropia, ¿por qué no compararla con algo más próximo y universal, algo que, como la cuña radiofónica, pertenece al repertorio de las promesas publicitarias? Ustedes lo recordarán. Una conocidísima marca de café soluble anuncia desde hace años el sorteo de sueldos para toda la vida, de los que podrán beneficiarse aquellos clientes fieles y afortunados que consigan domar la suerte. ¿Un salario joven para todos al acabar los estudios? ¿Y por qué no un sueldo universal y para siempre, para toda la eternidad? En fin... vivimos tiempos efectivamente verbales.

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