El niño republicano
De forma esporádica aparecen estos días banderas tricolores republicanas en las manifestaciones contra la barbarie. No son muchas, pero son, y lo son también en este País Valenciano donde hubo un movimiento populista, republicano y anticlerical al que le dio nombre Vicente Blasco Ibáñez, que arrastró a miles de nuestros abuelos y bisabuelos. Antepasados familiares a los que identificamos en esas fotos viejas y amarillentas que la abuela guardó cuidadosamente. Imágenes, que se tomaron en un rudimentario estudio fotográfico, de hombres jóvenes con el blusón huertano bien planchado y la gorra laboriosa que denunciaba su procedencia social frente al sombrero de los señores o el sombrerito de paja de los señoritos. No pocos hogares valencianos guardan todavía hoy el recuerdo en esas cajas de cartón, porque los ingresos familiares no alcanzaban para adquirir un álbum. Lo cierto es que el recuerdo pervive, en mayor o menor medida, como perviven los viejos ideales con que una mayoría de hispanos saludaron la Segunda República un 14 de abril. Y la saludaron con muchísimo mayor entusiasmo que los iraquíes la entrada de sus mal llamados libertadores. Con todo resulta dificultoso dilucidar si las enseñas tricolores que esporádicamente acompañan a los manifestantes que rechazamos las estúpidas o malditas guerras, como indica con sobrada razón Julio Anguita, son una representación de la nostalgia, una reivindicación de los ideales republicanos o una respetuosa protesta juvenil contra el sistema político que ordena nuestra convivencia.
Sea lo que sea, la fecha republicana por excelencia no pasa por alto, aunque la destrucción de Irak y sus secuelas, o las próximas elecciones municipales y autonómicas, ocupen la actualidad. Al fin y al cabo, estos días de Semana Santa son días de descanso y reflexión para el laico que toma el tibio sol primaveral en la playa y también para el esforzado costalero que carga con el paso de la Hermandad del Santo Expolio. Un 14 de abril fue para las anchas tierras hispanas un día de esperanza en que todo cambiase en la sociedad a mejor, desde la enseñanza hasta las obras públicas, desde la sanidad hasta el orden público. En esto están de acuerdo prácticamente todos los historiadores, cualquiera que sea su ideología política, y con independencia de la valoración que hagan de sucesos posteriores como el levantamiento militar de Franco, la guerra incivil o la dictadura de cuarenta años. También ellos, los valencianos de las amarillentas fotografías de la abuela, susurraban de vez en cuando que hasta algunos monárquicos habían visto con buenos ojos el advenimiento de la República.
Aquella esperanza del 14 de abril se tradujo en el envío a todas las escuelas públicas de un manual de lectura titulado El niño republicano. Tapas de humilde cartón duro y contenido que habla del rigor y la exigencia que todo alumno ha de tener para aprender aritmética, y aprender a leer y escribir. Exigencia mayor, si cabe, entre las clases trabajadoras porque se debían liberar de la opresión saliendo del analfabetismo. Una filosofía educativa y republicana que nada tiene que ver con la ideología que inspiró la todavía no derogada LOGSE. Por eso es necesario no perder la memoria del viejo manual de lectura, de la vieja foto del abuelo, y de lo que pudo haber sido y no fue.
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