Fabricando el final
Era evidente que a la primera guerra televisada había que ponerle un punto final digno de la superproducción y en riguroso directo global. Llevaban mucho tiempo los inventores del happy end, esa potente mitología del arte del espectáculo americano, fallando en la gran especialidad de Hollywood y el Pentágono decidió que esta vez no se les iba a escapar la ocasión, aunque de nuevo se les escapara el malo. Es más, desde las de Corea y Vietnam hasta las del Golfo y Afganistán, pasando por otras menores y sin olvidar el 11 de septiembre, a todas las guerras norteamericanas justas e injustas, legales e ilegales, les falló estrepitosamente el happy end, incluso el end. Todas fueron inconclusas, aplazadas, de coitus interruptus, con desenlaces chapuceros o sencillamente catastróficos y hasta en desbandada. Había que remontarse a la entrada en París, en 1944, para recordar la última épica de la victoria de acuerdo con las viejas reglas de la retórica militar.
Y el día 21 de la guerra, a la exacta hora del telediario de Tele 5 y con Jon Sistiaga de guardia (Rodicio tuvo que esperar media hora para ocupar la cámara de la televisión vasca y en Antena 3 se perdieron los históricos 20 primeros minutos porque estaban ocupados con el diferido de Los Simpson), decidieron organizar el happy end que todo el globo contempló en directo y desde el mismo punto de vista. Como diciéndonos: ésta tiene que ser, por bemoles catódicos, la imagen que quedará del final de la guerra. Los tanques americanos rodeando suavemente la plaza del Paraíso, el escenario más mediático de Bagdad, el encuentro entre los periodistas empotrados en la división blindada y el de los periodistas encerrados en el hotel Palestina, la explosión de júbilo de las masas árabes, con primeros planos intercalados de manifestantes que estaban en otros barrios y hasta en otras ciudades, y el asalto y derribo de la famosa estatua de Sadam.
Pero aquello sonaba demasiado a happy end fabricado por el Pentágono al más clásico estilo Hollywood y, ayudados por Jon Sistiaga, el único corresponsal que no cayó en la trampa, pronto supimos que la llegada de los tanques estaba planificada para las 14.30 en punto, que las jubilosas masas árabes apenas eran un puñado de extras con sospechosa jeta de delincuentes comunes y que el objetivo único de la "histórica" operación militar sólo consistía en derribar en directo y delante de las cámaras del mundo entero, las de los empotrados y las de los encerrados, la estatua de Sadam, que hasta una grúa tenían prevista las tropas liberadoras.
Pero la confirmación más clamorosa de que todo fue un chapucero happy end tramado por el Pentágono tal y como se escribe un guión de cine comercial de la serie B, corrió a cargo del propio Pentágono en la inmediata rueda de prensa. Cuando Donald Rumsfeld, a sonrisa abierta, calificó de histórica la jornada 21, comentó las imágenes de júbilo de las masas liberadas por los aliados como si se tratara del día de la liberación de París, aunque sin citarlo, y comparó la caída de la estatua en la plaza Paraíso con la mismísima caída del muro de Berlín (sic). Puro remake. Ahí estaban perfectamente resumidos, en una misma tarde de abril, esos dos grandes happy ends (fin del nazismo y fin del comunismo) que buscaba Rumsfeld y en los que inmediatamente se reconoce el patriotismo norteamericano primario y los halcones intentaban reproducir desde hace tantas guerras. Ahí estaban los titulares del día después, y lo peor, ay, es que así fue con poquísimas excepciones.
Buscaban desesperadamente una imagen final y feliz para borrar tantas imágenes de horror y espanto al cabo de 21 días de retransmisión, pero el cerebro de los hombres no funciona como el cerebro de los cinéfilos. En el happy end de la pequeña o mediana pantalla, la secuencia final hace olvidar el resto de la hora y media, aunque todo el relato haya sido una pesadilla. En la vida real, los muertos suman, la memoria es larga y al final, en el caso de que haya final, nadie va a recordar el pastiche que planeó Rumsfeld con su departamento de guiones. Entre otras razones, porque desde el primer día de la escabechina asimétrica los objetivos militares aliados se especializaron en masacrar con puntería dudosa lo simbólico una vez que fue liquidada la poca resistencia real del enemigo y a pesar de lo mucho que la jalearon. Y lo simbólico, como su propio nombre indica, produce muchas víctimas civiles a su alrededor. Pretender resumir el final de esta guerra en la imagen de una estatua derribada entre millones de estatuas y retratos bombardeados sin ton ni son, sin importar quién está al lado de los símbolos del dictador, se llama cinismo y se llama masacre.
Nada, por lo tanto, de imagen final de la guerra y menos aún del idiota happy end producido por Rumsfeld. Todos y cada uno de los telespectadores de esta maldita narración tenemos grabado en nuestro cerebro la imagen que mejor la resume, y apostaría doble contra sencillo a que todas son imágenes que tienen que ver con el principio y el desarrollo de esta guerra, y ninguna con el desenlace.
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