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Columna
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Guerra

Pertenezco a una especie cobarde que llora de terror. Es la mía una especie tan cobarde que ni siquiera es suyo ese terror y llora por el de otros. Pertenezco a una estirpe de locos que se ven perseguidos por los que actúan en nombre de su defensa. Soy debilucha y paranoide, inadaptada al curso de nuestra dimensión. Por eso asisto a manifestaciones contra los que me hacen llorar y encuentro que somos millones los de esta especie a la que se le va la fuerza por la boca. Millones de cobardicas. ¡Ja, pacifistas! La fuerza tiene que ir encapsulada y en forma de misil, y tiene que rasgar de madrugada el cielo de las ciudades; la fuerza tiene que ser bruta y dejarse de pamplinas. Veo el resplandor verde de las bengalas en la noche, las bolas de fuego, el velo del humo que se mezcla con polvo. Lo estoy viendo en la tele mientras me sueno, boba, la nariz.

Entonces aparecen en pantalla esos otros cobardes de la plataforma Cultura Contra la Guerra, esos pacifistas que pretenden corear su repulsa en el lugar que consideran más indicado. Intentan, pues, tomar posiciones en las escalinatas del Congreso, mientras varios policías tratan de impedírselo, pues resulta que, precisamente, las escalinatas del Congreso están vedadas a los ciudadanos. Con sus camisetas blancas de algodón, y enfrentados a esos agentes apertrechados de cascos, escudos, pistolas con pegatinas de la bandera española (opcional, por lo que pude ver, pero muy de moda entre los antidisturbios), cartucheras y esos artilugios tan impresionantes para lanzar pelotas y botes de humo, los pacifistas parecen mucho más cobardes de lo habitual. Pero como veo que han conseguido ocupar la escalinata, que incluso Caldera ha salido del Congreso para sumarse a los cobardes, que una nutrida concentración de estudiantes baja desde Sol, decido, casi agazapada, acercarme hasta allí. La calle Cedaceros está cortada por un escudo humano de policías que permiten o impiden el paso de forma arbitraria; por ejemplo, a mí, que tengo muchísima pinta de cobarde y complementos de primavera, un agente chulo y prepotente, con pinta de valiente y complementos de matar, no me deja pasar a la Carrera de San Jerónimo. Sólo puedo llegar hasta la plaza del Congreso dando un rodeo. Y allí me encuentro al primer cobarde herido: un estudiante de diecisiete o dieciocho años con una brecha en la cabeza producida por el ataque de los valientes con uniforme. Había varios periodistas; el de este periódico insistía en la brutalidad de la carga que había presenciado. Marisa Castro, diputada de IU, asiste a los chavales y se enfrenta, en un cobarde cuerpo a cuerpo, a los valientes de las pistolas. Reconcilia ver a una diputada plantarle cara así a la policía, así que, a la hora de votar, mejor que no se nos olvide cuál estaba allí.

Los pacifistas andábamos tan tranquilos, tan cobardes, no dábamos guerra, y Aznar nos sacó a la calle. Aznar es el enemigo. En Irak y en España. Aznar no es el eje, porque el eje es Bush, pero sí es el mal. En Bagdad y en Madrid. Aznar es malo en Bagdad porque ayuda a bombardear a familias como la tuya y como la mía, que tienen en casa niños y abuelitas, con sus juguetes y sus medicinas, y mamás y papás que tuvieron ilusión y han trabajado mucho, y novios y novias y amantes y amigos, y los apuntes de biología y la chaqueta nueva y la radiografía del pie. En Madrid, Aznar es malo porque va usando nuestro nombre como sobrenombre de guerra: Aznar, alias España. Por eso hicimos circular esa protesta una y otra vez: no en nuestro nombre. Lo que queríamos decir es que el enemigo es él, Aznar. Pero en vista de que de nada han servido las multitudinarias manifestaciones contra los planes bélicos del enemigo y en vista de que de nada ha servido el rechazo en pleno de la oposición política, a nuestra ya no tan joven democracia le ha llegado el momento de revisar su sistema. Me sueno otra vez la nariz y digo que la mayoría absoluta de nuestro poder democrático está depositada en un demente de Valladolid con megalomanía que quiere pasar a la historia al lado de un asesino de Tejas. Para poder contar batallas a sus nietos, el cómplice de asesinato Aznar nos ha arrastrado a la destrucción de la ONU, a la burla de Europa y a sembrar el terror entre civiles. Para ello ha usado nuestro nombre, lo único que le queda a un cobarde. Y sus secuaces apalean a nuestros estudiantes. Algo ha fallado en nuestro sistema democrático y tendremos que resolverlo los cobardes.

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