_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Fealdad

Cuenta María José López Díaz en su crónica sobre la visita de Botella a Almería que una de las cosas que más la sorprendió de su paseo por Roquetas de Mar fue cierto centro comercial, una inmensa mole construida sin licencia de la Junta, que a la candidata a concejala del Ayuntamiento de Madrid le pareció la inequívoca prueba de la prosperidad roqueteña. "Ya no sé si es posible progresar más, porque he visto un centro comercial, ahí, al entrar, que hacía tiempo que no lo veía tan grande", fueron sus palabras exactas.

Hablar de progreso en la Carretera de Alicún es como hablar de calidad de vida en las montañas de Afganistán. Pocos espectáculos más agresivos para la vista, pocas estampas más desoladoras que recorrer esta carretera kilométrica. Desorden urbanístico, crecimiento caótico, suciedad, especulación inmobiliaria, y no progreso, son las palabras que se me ocurren a mí. Cuando bajo por esta carretera compruebo los límites de degradación estética a los que puede llegar un municipio que confunde el progreso con la voracidad constructora y el beneficio de los promotores. Roquetas ha crecido desordenadamente, a la buena de Dios, sin otro criterio estético que el de poner el mayor número de ladrillos en el menor espacio posible. Pisos, chalets adosados, concesionarios de coches, descampados con basura, pabellones multiusos, centros comerciales, edificios de los más diversos estilos y calidades se suceden unidos por el mal gusto a lo largo de esta carretera. Fealdad, esa es la palabra. No es de extrañar que esta mujer, Botella, quedara fascinada por todo ello.

Apropiarse del discurso feminista quien convierte su condición de madre y esposa en cargo institucional; ¿cómo definir este comportamiento? Hacerse pasar por ángel exterminador de los abusos a las mujeres quien trata con casposa benevolencia a cierto alcalde de Ponferrada que además de la condena en un papel llevaba escrita en la fisonomía la naturaleza de su delito; ¿cómo referirse a este fenómeno? Fotografiarse con los negritos del África tropical quien acaba de relacionar malignamente la inmigración con la delincuencia; ¿cómo calificar esta actitud? Disfrazarse de chica moderna quien hace depender de las tendencias sexuales el disfrute de los derechos civiles; ¿cómo llamar a todo esto? Fealdad, esa es la palabra.

Pero está bien que la fealdad visite Almería, porque la fealdad también estimula. La contemplamos y notamos renacer un entusiasmo revolucionario que ya creíamos extinguido. La irrupción de la fealdad en el mundo -Bush en Estados Unidos, Berlusconi en Italia, Putin en Rusia, Blair en el Reino Unido y José María en España- está teniendo para la mayoría de nosotros el formidable efecto de una viagra ideológica. Siempre he pensado que antes o después la fealdad acabaría dejando paso a la belleza y que nos despertaría del letargo en el que andamos sumidos desde hace décadas. El sábado pasado los diferentes husos horarios convirtieron las sucesivas manifestaciones del planeta en una sola marcha perpetua y universal. Una bella sincronización que no sé si los feos serán capaces de apreciar.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_