_
_
_
_

Un día en mi Universidad

Termina el ciclo de reportajes de estudiantes con la visión de una estudiante madrileña de la Complutense.

¿Quién nos ha convencido para meternos en esa vorágine?

Inés Esteban, estudiante de la UCM, nos explica como transcurre un día en su universidad, y cierra con su narración el ciclo de historias que universitarios iberoamericanos han contado para Universia

Ocho de la mañana. Millón y medio de despertadores suenan a la vez secuestrando del plácido sueño a otros tantos jóvenes -entre ellos yo- que se resisten a abandonar el calor de las sábanas. Mis movimientos domésticos de la siguiente media hora carecen de todo interés. Quiero decir, activo el piloto automático y éste a su vez pone en funcionamiento el mecanismo por el cual semiconsciente, revuelvo los cajones, me tiro el café encima, abro el grifo de la ducha, etc.

Salgo a la calle, hace frío así que le doy otra vuelta a la bufanda y corro hasta la boca de metro para desentumecer las piernas(y porque llego tarde). El viaje en metro que me espera hasta llegar a la facultad es un episodio delirante, solo comparable al del camarote de los hermanos Marx: decenas de viajeros atestan los vagones intentando actuar con normalidad en medio de la marabunta.

Las estadísticas indican que el transporte subterráneo es el más utilizado por los universitarios, un dato que compruebo al hacer el trasbordo y tomar la línea que me lleva hasta la parada del campus, un tanto alejado del centro de la ciudad. Esta vez los vagones están mayoritariamente llenos de estudiantes de cara somnolienta cargados con la mochila y la carpeta.

El trayecto termina y salgo por fin al aire libre. Es entonces cuando comienza la carrera de obstáculos de todas las mañanas. Los repartidores de propaganda se sitúan en sus puestos, y yo en el mío: a ver quién gana hoy. Delante un curso de informática, detrás uno de fotografía, a mi izquierda uno de corte y confección, un quiebro de cadera y... ¡no! me han pillado los de la compañía de teléfonos móviles. Sigo decidida a utilizar mi cadera como arma si se me acerca alguno más(tengo el hula-hop relativamente reciente).

Superada la primera prueba del día, echo a andar por la avenida principal, llamada del Paraninfo, en dirección a mi facultad. Los árboles se alzan en hilera a ambos lados y escoltan facultades y escuelas, formando una de las zonas verdes más importantes de Madrid. A mitad de camino me desvío y cojo un sendero de tierra que se adentra por el bosque, la temperatura es un poco más baja que en el núcleo urbano y el aire más limpio, a pesar de que los coches están ganándole terreno a los peatones.

Recuerdo la primera vez que visité el campus; iba acompañada de mis padres que se sometieron con nostalgia a una regresión a la juventud. La universidad ha cambiado mucho a pesar de que sólo nos separan poco más de dos décadas. Fue a principios de los años ?70 cuando el Gobierno de la dictadura, emprendió los planes de Reforma de la Enseñanza Superior, y a los edificios que constituían el núcleo de la Ciudad Universitaria, se sumaron otros en respuesta a las nuevas disciplinas derivadas del progreso. La represión de la que fueron víctima estudiantes y profesores durante esos años, materializada en enfrentamientos diarios con la Policía Nacional (apodados ?grises? por el color de su uniforme), contrasta con la realidad presente. En la actualidad, las Fuerzas de Seguridad tienen prohibida la entrada al recinto si no es bajo orden expresa del Rector, una señal de respeto a la libertad que esta institución representa. Por el camino llego a mi facultad, un gran edificio de estilo internacional. A primera hora, el aspecto que presenta es el de un hormiguero de gente subiendo y bajando escaleras. Espero a que uno de los ascensores me lleve desde la planta baja hasta la quinta. Desisto tras varios minutos de demora, ya recuerdo por qué nadie los utiliza.

La mía es un aula alargada provista de dos bloques de bancos con cinco asientos cada uno, separados entre sí por un pasillo central. Es habitual que rebasamos su capacidad: ciento veinte estudiantes matriculados para cien puestos, así que hay veces que pasamos de sentarnos en un asiento a hacerlo en el suelo. Cuando el suelo está sembrado de personas en las posturas más inverosímiles, temes que el único sitio libre sea el regazo del profesor de turno, una opción no demasiado oportuna. La explicación se encuentra en el hecho de que en veinte años el número de universitarios en España se ha multiplicado por dos, lo que significa que se ha pasado de 700.000 a 1.547.000 alumnos. Aún así, las estadísticas me dan una tregua: el año en el que ingresé fue el primero en el que se pudieron apreciar los efectos paliativos de la bajada de natalidad en España. Y sigue descendiendo.

Ocupo un asiento y mientras espero a que aparezca el profesor, me distraigo mirando a través de los amplios ventanales, que ofrecen una vista al campo de rugby. El equipo femenino entra en calor corriendo sobre la línea blanca que delimita el rectángulo de juego.

El cuidado con el que se conservan el césped y las instalaciones, es indicador de la buena salud de la que goza el deporte universitario. Amén de los tradicionales como el fútbol, el voleibol o la natación, la semana pasada descubrí que se organizan cursos de buceo en la popular piscina cubierta, y clases de danza griega, latina y de salón en la sala de artes escénicas, a las que ya se han sumado unas cuantas amigas, devotas de los ritmos exóticos. Quizás por mi afición a los deportes de equipo, quizás por los dos pies izquierdos que tengo y que me impiden bailar un cha-cha-cha, he decidido apuntarme a la liga femenina de baloncesto y competir por el Trofeo del Rector. Un golpe seco me saca de mi ensimismamiento. Por fin entra el catedrático con diez minutos de retraso. Tras de sí, el séquito de alumnos que le acompaña habitualmente. Es un lujo que sea el catedrático y no el profesor suplente quien imparta la clase, así que el interés y la expectación, es doble entre mis compañeros. Termina la clase y nos despedimos de él como si no fuera a volver.

Unos compañeros se acercan para proponerme hacer un descanso: ?Tienes cara de necesitar el corrosivo café de las 11? me sugiere uno, lacónico. Así que sin más discusión, nos dirigimos a la cafetería. Esta, sin duda, merecería un reportaje aparte. Lugar concurrido donde los haya, es el centro de recreo y esparcimiento por excelencia. Está dividida en dos partes: el bar, donde se consumen cafés, pinchos, refrescos y bocadillos(todo a precio-universitario, es decir, muy barato); y el restaurante self-service, abierto únicamente a la hora de la comida. Entonces, la cafetería tiene dos grandes protagonistas: el microondas, que provoca colas interminables, y el grupo de camareros, entrenados por el cuerpo de operaciones especiales para lidiar con los hambrientos estudiantes. Allí se concentran también a lo largo del día los universitarios a distancia, es decir, todos aquellos que estudian el título unos cuantos pisos más abajo de donde están sus clases. Allí me encuentro con mi amigo Mauricio, un ecuatoriano de 28 años que vino hace tres a España a estudiar la carrera. Con él está David, argentino, y Ana, brasileña. Caña en mano comentan lo difícil que resulta conseguir una beca, y del precio de alquiler de los pisos, mejor ni hablar. En España, sólo el 1?1 por ciento de los alumnos universitarios son extranjeros. De estos, el 0?6 es de origen europeo(la mayoría estudiantes de programas Sócrates-Erasmus) y el 0?5 del resto del mundo. La diversidad empezará a notarse en unos años, cuando los miles de hijos de inmigrantes que ahora se encuentran en edad escolar, ingresen en la universidad. El largo camino hacia la internacionalización de la universidad española tiene su primera parada en Europa, donde los responsables de educación de la Unión Europea, ya han creado comisiones para estudiar las políticas que facilitarán a los alumnos de los centros universitarios europeos una gran movilidad por el viejo continente.

Me termino el café mientras discuto con uno de mis compañeros, vegetariano él, si comer carne es un crimen. Antes de que siga contándome las bondades del tofú le corto, ?lo siento, es hora de volver a clase?. Espero de nuevo el ascensor como quien espera una aparición mariana; he vuelto a caer, no viene. Tres horas más de clases y, por fin, he terminado la jornada. Son las tres de la tarde y el hambre me guía hacia la puerta de salida, de vuelta a casa. Me despido de mis compañeros en el metro hasta esta tarde que nos volveremos a ver para hacer unas prácticas que debemos entregar mañana. Eso si conseguimos encontrar un hueco en nuestra apretada agenda de actividades: clases de informática y ofimática, inglés, alemán, fotografía, contabilidad, cursos de especialización, y un largo etcétera. En esos momentos es cuando me pregunto: ¿quién nos ha convencido para meternos en esa vorágine: el exigente mercado laboral o es que los encantos de los aguerridos repartidores de propaganda han dado su fruto?

Autora:

Inés Esteban

Universidad Complutense de Madrid

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_