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El retorno de la bomba

El OIEA ha detectado desde 1993 cerca de 200 casos de tráfico ilegal de sustancias nucleares, el 10% de ellos de plutonio o uranio enriquecido

La bomba está otra vez aquí. La bomba por antonomasia no puede tener otro apellido que nuclear, o atómica. La bomba nunca se fue, desde que se hizo muerte el 6 de agosto de 1945 en Hiroshima, pero su sello más siniestro, la amenaza de que un choque entre los dos bloques en los que se dividió el mundo tras la II Guerra Mundial eliminase todo resto de vida sobre el planeta, se difuminó cuando cayó el muro de Berlín (1989), se hundió la Unión Soviética (1991) y la guerra fría pasó al archivo de la historia.

La bomba ha vuelto, al rebufo de las sospechas de que esté o pueda llegar a estar en manos de Estados delincuentes (en la terminología norteamericana) y de los atentados del 11-S, que han multiplicado los temores a que Al Qaeda u otros grupos terroristas se hagan con una de pequeña potencia susceptible de introducirse de contrabando en Estados Unidos u otro país aliado y de causar una matanza en Nueva York, Londres, Moscú o Madrid. Para evitar en lo posible ese peligro de tráfico ilegal se ha desarrollado un contador Geiger capaz de detectar plutonio o uranio enriquecido a 50 metros de distancia, lo que facilitaría el control de los miles de contenedores que entran diariamente en el país.

La descomposición del imperio soviético y la crisis económica que trajo consigo suscita aún la inquietud sobre la seguridad de los arsenales atómicos de la antigua URSS (heredados por Rusia) y de las centrales y otras instalaciones de uso civil o militar, así como sobre el control de una impresionante nómina de científicos, parte de la cual huye de la miseria y se busca la vida en el extranjero.

El Organismo Internacional para la Energía Atómica (OIEA) ha detectado desde 1993 cerca de 200 casos de tráfico ilegal de sustancias nucleares, aunque sólo en una décima parte de ellos se trataba de plutonio o uranio enriquecido, necesarios para fabricar bombas atómicas. El caso más sonado ocurrió en 1994, cuando dos españoles y un colombiano fueron detenidos en Múnich con 363 gramos de plutonio, una muestra de un lote mucho más jugoso, de 10 kilos, por el que esperaban sacar unos 270 millones de euros. Esa cantidad habría bastado para fabricar una pequeña bomba nuclear, no tan letal como la de Hiroshima, lo que también es factible con unos 25 kilos de uranio enriquecido. Una minucia para las cantidades que se manejan en la industria atómica de países no nucleares (como España, con siete centrales), y para las que circulan, teóricamente bajo estrictos controles, en las grandes potencias atómicas. Para desgracia de los contrabandistas de Múnich, los presuntos compradores de su delicado cargamento (que procedía de Ucrania) resultaron ser agentes del contraespionaje alemán.

Entidades como el Instituto de Control Nuclear de EE UU (CNI, privado) son muy escépticas sobre las garantías de seguridad de los Estados y la industria nuclear, empezando por la fiabilidad de la vigilancia del OIEA (dependiente de la ONU) y exigen el fin del comercio civil de estas sustancias.

Maletines nucleares

Según el CNI, Rusia es objeto de especial preocupación, que se alimenta con noticias como la que a finales de 1997 protagonizó el general Alexandr Lébed. Según este ex candidato presidencial, que llegó a ser secretario del Consejo de Seguridad y virtual número dos de Borís Yeltsin, la URSS fabricó unas 250 bombas atómicas de bolsillo, conocidas como maletines nucleares, y con la descomposición del imperio soviético perdió la pista a 100 de ellas. Los desmentidos oficiales no eliminaron el escalofrío de terror que debió de correr por quienes recordaban cómo la prensa se hizo eco durante la guerra fría de rumores de que armas de ese tipo se habían introducido en EE UU y estaban durmiendo por si había que utilizarlas en caso de enfrentamiento a muerte.

El CNI alerta también sobre el riesgo de las bombas sucias, que utilizan explosivo convencional para desperdigar materiales radiactivos robados incluso en instalaciones civiles como hospitales y centros de investigación. Su efecto puede medirse con un ejemplo, el del robo en 1987, en la ciudad brasileña de Golania, de una cápsula con unos 30 gramos de cesio 137. Además de cuatro muertes de un total de 249 personas infectadas, hubo que destruir 85 casas y llenar más de 100.000 recipientes con ropa, mobiliario y otros materiales expuestos a la radiación.

El riesgo al contrabando o robo de materias susceptibles de ser utilizadas para fabricar bombas nucleares no sólo tiene como origen la antigua URSS. En los últimos 40 años se ha multiplicado por seis el volumen de sustancias atómicas (sobre todo, uranio y plutonio) para usos civiles, materia prima para unos 440 reactores productores de energía, 650 de investigación y otras 250 plantas diversas, incluidas las que reprocesan el combustible de las centrales. Esa proliferación nuclear pacífica plantea serios problemas de seguridad.

La amenaza nuclear se concreta también en las sospechas de que Irak desarrolle un programa de armas de destrucción masiva, incluidas las atómicas, supuestamente comprando la tecnología y los materiales que le falten en el mercado negro internacional.

El peligro más directo procede, por supuesto, de los países que tienen la bomba. Como India y Pakistán, que se odian a muerte desde que en 1947 surgieron como naciones independientes al dividirse la joya de la corona del imperio británico. Han librado ya tres guerras, tienen en Cachemira una herida abierta y cuentan con suficientes bombas como para causarse mutuamente 10 millones de muertos en un día, el mal día en que decidan (ojalá que nunca) recurrir a sus arsenales atómicos.

India y Pakistán no han firmado el Tratado de No Proliferación Nuclear (TNP), principal instrumento de contención de las armas atómicas en el mundo, suscrito por 188 países y que consagra a los cinco grandes, los miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU, como potencias nucleares oficiales: Estados Unidos, Rusia, Francia, el Reino Unido y China. Tampoco han firmado el tratado de prohibición de ensayos nucleares, lo que les permitió en 1998 efectuar varias pruebas atómicas. Ambos países tienen docenas de cabezas nucleares susceptibles de ser instaladas en misiles. El 8 de enero, India probó uno de ellos, del tipo Agni, con un alcance de 900 kilómetros. Ese mismo día se presentaba al presidente paquistaní, Pervez Musharraf, el prototipo de un misil del tipo Ghauri con 1.500 kilómetros de alcance.

Tras el respaldo paquistaní al ataque norteamericano contra el régimen de los talibanes, Musharraf decidió almacenar separadamente cohetes y ojivas nucleares para hacerlos más inaccesibles a Al Qaeda y otros grupos extremistas, furiosos por la traición al hermano afgano. En esos días se llegó a publicar (aunque nunca se confirmó la noticia) que EE UU tenía planes de emergencia para apoderarse de la fuerza nuclear paquistaní si Musharraf era asesinado o derrocado. Washington, en un gesto difícilmente entendible en el campeón de la lucha contra la proliferación atómica, premió el apoyo paquistaní e indio a su ofensiva antiterrorista levantando las sanciones económicas provocadas por su programas nucleares.

Tampoco Israel ha suscrito el TNP, y por una buena razón: que es desde hace tiempo una potencia nuclear de mediano tamaño. No lo reconoce abiertamente, pero hace todo lo posible para que sus vecinos y potenciales enemigos árabes sepan que tiene un arsenal de unas 200 cabezas atómicas y, lo más importante, que está dispuesto a utilizarlas si se cree en peligro.

Tal como están las cosas de mal en Oriente Próximo, el arsenal israelí (por no hablar del que puedan desarrollar Irán o Irak) es una mecha susceptible de ser encendida en una situación de crisis. En el nuevo orden mundial marcado por la hegemonía de EE UU, que fija la frontera no entre países nucleares y no nucleares, sino entre amigos y enemigos, se da por lógico que las hipotéticas armas nucleares iraquíes se consideren una amenaza (la aviación israelí llegó en 1981 a bombardear un centro nuclear iraquí) y que no ocurra lo mismo con las israelíes, que no tienen nada de hipotéticas.

EE UU acusa a Irak de desarrollar un extenso programa secreto de armas químicas, bacteriológicas y nucleares que los inspectores de la ONU no han podido desenmascarar. Al impresionante despliegue militar ordenado por George Bush, decidido a saldar con Sadam Husein la cuenta que su padre dejó abierta en la primera guerra del Golfo (1991), le faltan todavía las pruebas concluyentes de que el presidente iraquí se burla de la comunidad internacional, lo que facilitaría el visto bueno a la guerra por parte del Consejo de Seguridad y el apoyo de los aliados occidentales.

"Espero que EE UU no sepa nada que nosotros no sabemos", contesta Mohamed el Baradei, director general del OIEA, en el último número de la revista Time, a la afirmación de que la Administración de George Bush no deja de repetir que Irak está cerca de disponer del arma atómica. "Si saben algo", añade, "deberían decírnoslo. Si hablan de su capacidad propia, Irak está lejos de eso. Si ha importado clandestinamente material , estaríamos hablando de seis meses o un año, pero se trata de un gran si". El Baradei considera difícil que el régimen de Sadam Husein sea capaz de ocultar un completo programa nuclear.

El 'eje del mal'

Bush actúa como si diera por válidos los informes de la CIA que sostienen que Sadam Husein puede tener la bomba para 2005, pero incluso en la Casa Blanca se admite que la amenaza nuclear iraquí es inferior a la de Corea del Norte e incluso Irán, los otros dos países que George Bush ha incluido también en el eje del mal.

El régimen de los ayatolás desarrolla con ayuda rusa un programa atómico pacífico, que Washington ve con recelo, tal vez porque no entiende para qué lo necesita un país que nada en petróleo. Y el estalinista Kim Jong II puede que tenga ya alguna bomba y ha desafiado abiertamente al imperio con el anuncio de su retirada del TNP y la expulsión de los inspectores del OIEA. Pero eso no mejora las cosas para Sadam Husein, a quien Bush se la tiene jurada y que ha hecho méritos suficientes antes, durante y después de la primera guerra del Golfo para ganarse la inquina no ya de EE UU, sino de su propio pueblo.

Si el objetivo real del presidente norteamericano fuese frenar la proliferación nuclear, Corea del Norte debería ser el primer país en situarse en su punto de mira. No hay pruebas, pero sí fuertes sospechas, de que el régimen de Pyongyang tiene ya alguna cabeza nuclear; un viceministro de Exteriores alardeó en octubre de que estaba en marcha un programa nuclear secreto; se han retirado los sellos que cerraban el complejo de Yongbion y se ha abierto otra instalación cercana designada para producir plutonio de uso militar. El acuerdo de 1994, con Bill Clinton en la Casa Blanca, que enterró el hacha de guerra en una crisis similar a la actual, es ya poco menos que papel mojado y las dos partes se acusan de haberlo roto.

La moratoria de 1999 sobre las pruebas con misiles está también en peligro. La exportación de cohetes es una buena fuente de divisas y Pyongyang tiene casi a punto el Taepodong 2, con un alcance de más de 5.000 kilómetros, suficiente para llegar hasta Hawai, Alaska y, tal vez, la costa oeste de EE UU. La fuerza de misiles de Corea del Norte y otros países enemigos es una de las claves del empeño de Bush en desplegar su polémico escudo antimisiles, lo que ha obligado a hacer tabla rasa del tratado antimisiles balísticos ABM, suscrito con la URSS en 1972 y que ha sido desde entonces piedra angular del proceso de desarme.

Si Corea del Norte empieza inmediatamente a producir plutonio a partir de las barras de combustible gastado de Yongbion (lo que supuestamente detectaría Estados Unidos desde sus satélites militares), podría disponer de hasta cinco o seis bombas atómicas en junio, y una docena para finales de año. Puede estar muy cercano, por tanto, el momento crítico en que habría que decidir si se ordena o no un bombardeo. Pero éste no es muy probable. Primero, por la dificultad de mantener abiertos dos frentes de guerra. Segundo, por el riesgo de radiación hacia China, Corea del Sur y Japón. Tercero, por el peligro de represalia militar convencional de Corea del Norte, que tiene 1,1 millones de soldados (4,7 millones más en la reserva) y miles de piezas de artillería y lanzadores de cohetes en las cercanías de la zona desmilitarizada. Seúl, la capital surcoreana, está a tan sólo 40 kilómetros de distancia. Y cuarto, porque tal vez Pyongyang tenga ya la bomba, hasta tres.

La crisis norcoreana

La crisis norcoreana evoca el fantasma de una proliferación nuclear provocada por el deseo de autodefensa, no ya tan sólo en Corea del Sur, sino incluso en Japón. En este país, el único que ha sufrido en sus propias carnes los efectos de la hecatombe atómica, el líder del partido liberal, Ichiro Ozawa, recordó recientemente que existe la tecnología y el plutonio suficiente para fabricar 7.000 cabezas atómicas. Ahí queda eso. O la afirmación del nuevo ministro de Ciencia y Tecnología de Brasil, Roberto Amaral, de que nadie puede prohibir a su país "investigar sobre la bomba atómica", por si la situación cambia en el mundo. Otros Estados tuvieron en el pasado programas nucleares militares, aunque, al menos en teoría, todos fueron abandonados, pero podrían rescatarlos. El que llegó más lejos fue el de África del Sur.

El peligro de proliferación, por tanto, está lejos de haber desaparecido, pero, además de en países como Corea del Norte, Irak o Irán, se encarna en Estados Unidos, donde el desarrollo de los acuerdos de desarme con la URSS, por otra parte asimétricos, coexiste con una nueva doctrina que supone el desarrollo de nuevas armas.

Aún no se ha adoptado oficialmente, pero un informe secreto del Pentágono pone el énfasis en la necesidad de fabricar proyectiles atómicos capaces de penetrar bajo tierra y de machacar instalaciones de armas de destrucción masiva o refugios como el de Bin Laden en Tora Bora. El texto cita como ejemplos de crisis en las que podría recurrrise a estas armas un ataque iraquí a Israel, o norcoreano a Corea del Sur, o una guerra entre China y Taiwan.

Ni siquiera durante la guerra fría renunció EE UU a ser el primero en utilizar el arma atómica. George Bush también lo tiene claro: el recurso a la bomba más letal que el hombre ha ideado jamás es legítimo para defender los intereses y la seguridad de su país. Una doctrina que puede tener un peligroso efecto secundario: que aumente la nómina de los Estados convencidos de que la atómica es la única disuasión eficaz.

Primera explosión de prueba de una bomba de hidrógeno efectuada por Estados Unidos en 1952 en el atolón Enewetak, del océano Pacífico.
Primera explosión de prueba de una bomba de hidrógeno efectuada por Estados Unidos en 1952 en el atolón Enewetak, del océano Pacífico.REUTERS

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