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LA CRÓNICA
Columna
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Cien años de humo

Entrar en La Paloma una mañana, con el local vacío y todas las luces de la sala encendidas, es una experiencia impresionante. Y no sólo por la apabullante dimensión de la sala o el delirio kitsch de una decoración que cada noche hace enmudecer de pasmo a los turistas que se asoman por primera vez al local, con su versallesco despliegue de terciopelo rojo, molduras doradas, columnas y volutas jónicas, frisos y cenefas, lámparas y pinturas incalificables. Por no mencionar el artesonado que preside la barra de arriba y que con sus bombillas rojas parece recién importado de algún lupanar tailandés, o del palacio de Fumanchú, o del hogar de una de esas estrellas del cine o de la canción que en el fondo son sencillitas pero que por misericordia cristiana siempre dan empleo a decoradores que acaban de cumplir condena por delito estético. No, no sólo me refiero al impacto visual de una decoración junto a la que la residencia del Príncipe de Asturias casi conseguiría pasar por el hogar "moderno, informal y juvenil" que siempre aspiró a hacernos creer que era. De hecho, comparada con La Paloma, hasta la casa de mi madre parece un prodigio de modernidad juvenil y desnudez minimalista aunque registre el récord mundial de figuritas de Lladró por metro cuadrado.

Delirio kitsch de una decoración que cada noche hace enmudecer de pasmo a los turistas que se asoman por primera vez al local

Pero el tremendo impacto no es únicamente visual, sino también y sobre todo olfativo. Mis sensibles pituitarias se estremecen, no sé si de felicidad, de horror o de una curiosa mezcla de ambas cosas, al percibir de golpe, nada más traspasar el umbral, el inconfundible aroma de 100 años de humo flotando en el ambiente. Respiro hondo para llenarme los pulmones con ese tufo a colilla deliciosamente asqueroso y me digo que, desde luego, no hay ambientador capaz de borrar el olor de todo lo que se han fumado varias generaciones en este local que ahora celebra su centenario sin el menor problema de salud. Ya lo sospechaba yo desde antiguo: la mejor manera de llegar a los 100 años en plena posesión de las propias facultades es llevar una vida crapulosa. Puede que no cumplas tu objetivo de llegar a celebrar el centenario pero, y nunca mejor dicho, que te quiten lo bailao.

Confieso no haber ido de juerga a La Paloma más que en contadas ocasiones, 10 o 12 noches a lo sumo, casi todas entre finales de la década de 1970 y principios de la de 1980, durante el boom que vivió La Paloma en la protodemocracia, de modo que mi contribución a la humareda centenaria no debe de superar el centenar de cigarrillos. Sin embargo, pese a no ser exactamente una habitual, he tenido el fastuoso privilegio de ver bailar aquí a Joaquim Molins durante toda una noche, cuando no era un mero boy del cuerpo de baile convergente, sino un rutilante solista a quien se le auguraba un brillante porvenir y que se marcaba unos solos espectaculares en la capital del reino.

Amén de haber visto mover el esqueleto con mayor o menor pasión a numerosas celebridades, la sala de la calle del Tigre, que antes de ser baile albergó la fundición donde se realizó la estatua de Colón y que a lo largo de su historia lúdicorecreativa también se ha llamado La Camelia Blanca y, más tarde, Salón Venus Deportes, tiene una historia llena de vaivenes. A principios de siglo, las frecuentes reyertas a navajazo limpio que estallaban entre los feligreses de esta sala de baile le labraron una reputación de lugar tan marginal y duro como el propio barrio chino que le daba cobijo. Tanto es así que Ramón Daura, su propietario, se propuso limpiarlo y, henchido de un celo excesivo, lo convirtió en un lugar de orden y seny, con ribetes de puritanismo que prefiguraban los oscuros años del franquismo, cuando hasta la década de 1950 un individuo, armado con un bastón y apodado La Moral, solía pasearse entre las parejas con la innoble misión de separar a bastonazos a cuantos bailarines veía pecaminosamente agarrados a su pareja, fregant la cebolleta, como dirían los de Tortosa.

Sea como fuere, Daura se las ingenió para atraer a un público heterogéneo, compuesto tanto por las clases altas como por las menestrales y por el cogollo de artistas y bohemios.

De hecho, tengo la impresión de que el encanto de La Paloma estriba precisamente en su capacidad para seducir a tirios y troyanos y en hacer exhalar humo en un mismo escenario a las chachas que venían los jueves a consumir aquí su tarde de asueto semanal, a los niños litris que venían a tocar glúteo popular, a los señores de la inmarcesible burguesía de la ciudad que venían a bailar a la salida del Liceo, a los candidatos a estudiar a fondo la munificencia del colectivo de las damas maduras, a los sectores más o menos izquierdosos y más o menos bohemios que en la protodemocracia venían a respirar atmósfera popular y a sentirse príncipes del decadentismo. Como si el sentido de este local no fuera otro que el de erigirse en una especie de inmenso muestrario de todas las castas sociales, desde el paria al señorito pasando por la burguesía de medio pelo. Y conste que la relación predominante entre castas bebía más del voyeurismo que del mestizaje, desde luego, aunque justo es reconocerle al local cierta promoción del mestizaje de cintura para abajo.

Tampoco ahora el público de fieles palomeros de toda la vida que viene a bailar por las tardes se mezcla demasiado con las hordas de jovencitos llenos de piercings y atuendo casual que acuden a bailar la música de los DJ. Pero durante una hora, en la mágica franja de las dos a las tres de la madrugada, todos alimentan la misma humareda centenaria.

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