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El tobogán electoral

Tras dos años de vacaciones electorales en todo el ámbito de las instituciones representativas (la última cita registrada corresponde a las autonómicas vascas de mayo de 2001), la vida política entrará en un tobogán de varios tramos en la próxima primavera. El accidentado viaje comenzará el domingo 25 de mayo con la celebración de los comicios para todos los municipios españoles y para 13 -de las 17- comunidades autónomas. Las autonómicas catalanas, programadas para el otoño (acompañadas tal vez de las andaluzas), constituirán la siguiente etapa; aunque sea improbable, ni siquiera cabe descartar la sorpresa de una disolución anticipada del Parlamento de Vitoria en cualquier momento del año para someter indirectamente a refrendo de las urnas el proyecto de libre asociación y soberanía compartida del País Vasco con España que el lehendakari Ibarretxe propone para enterrar el Estatuto de Gernika. A continuación serán convocadas (seguramente en marzo de 2004) las legislativas o generales, que es el premio gordo de la lotería política: las cábalas sobre el sucesor de Aznar como candidato presidencial del PP habrán colmado previamente de rumores e intoxicaciones los mentideros. La larga travesía concluirá antes del verano -la fecha precisa está aún por determinar- con las elecciones europeas, una cita muy devaluada a causa de la masiva abstención en las urnas y de la tendencia de los votantes a utilizar su papeleta para castigar al Gobierno o apoyar a formaciones antisistema.

Decibelios y estridencias

El creciente endurecimiento de los intercambios verbales entre los partidos durante las últimas semanas debe la mayoría de los decibelios y estridencias de refuerzo a la inminencia de esa carrera de obstáculos que parece exigir a los competidores un grado añadido de belicosidad, exageración y juego sucio. La cercanía de los comicios municipales en Galicia (y en el resto de España) explica que el naufragio del Prestige haya sido utilizado para elevar la bronca interpartidista a sus niveles máximos. En cualquier caso, la serie escalonada de citas electorales a lo largo de los años 2003 y 2004 estaba condicionando los comportamientos de los actores desde hace varios meses.

El desenlace de la crisis de Gobierno el pasado julio llevaba las marcas inconfundibles de las convocatorias autonómicas. La confirmación de Matas al frente de Medio Ambiente (la catástrofe del Prestige mostraría pocos meses después el error de esa electoralista prórroga de conveniencia) y el nombramiento de Piqué como titular de Ciencia y Tecnología (después de ser sustituido en la cartera de Asuntos Exteriores) no tuvieron otra presumible motivación que mantener sus caras y sus nombres en los telediarios como candidatos del PP a la presidencia de Baleares y Cataluña, respectivamente; Lucas tal vez habría podido aguantar como ministro de la Presidencia si la candidata pregonada para la presidencia de la Comunidad de Madrid, Esperanza Aguirre, no hubiese dejado libre su plaza en la presidencia del Senado.

La obsesión por el calendario electoral también resultó perceptible en las prioridades y las urgencias legislativas del Gobierno de Aznar durante los últimos meses, aunque fuese a costa de abandonar los principios retóricamente proclamados al comienzo de la legislatura a cambio de recibir un puñado de votos: la derogación en la práctica del decreto-ley que provocó la huelga general del 20-J dejó en ridículo a la nube de periodistas gubernamentales que habían apoyado con entusiasmo la reforma del desempleo ahora rectificada.

La atropellada adopción de medidas en favor de la seguridad ciudadana (cuyas deficiencias habían denunciado los socialistas) y la anunciada rebaja del impuesto sobre la renta estaban destinadas a formar ese díptico de las elecciones municipales -menos impuestos, más seguridad- que el naufragio del Prestige y la obligada renuncia al déficit cero han dejado cubierto de chapapote.

La conjura rojo-separatista

La designación del ex ministro Mayor Oreja -miembro de la terna de eventuales sucesores de Aznar- como coordinador de la campaña para las elecciones municipales y autonómicas del 25 de mayo no evoca sólo una imagen de eficacia en la lucha contra ETA; la estrategia de confrontación a cara de perro con el nacionalismo vasco gobernante del antiguo ministro del Interior se presenta también como el modelo de la política autonómica y territorial predicada por el PP para el resto de España.

Pese a que tan sólo la mitad del grupo parlamentario popular pastoreado por Fraga votase en 1978 la Constitución y a que Aznar simpatizase entonces con la abstención en el referéndum, el partido del Gobierno montará su campaña electoral sobre un doble pivote: la reivindicación excluyente del monopolio del PP respecto a la lealtad y el patriotismo constitucional, por un lado, y el embeleco de una amenazadora conjura rojo-separatista con los socialistas en el deslucido papel de socios, cómplices, compañeros de viaje o tontos útiles de un confuso tropel de impulsos centrífugos compuesto por el terrorismo secesionista de ETA, el soberanismo gradualista del PNV, el independentismo pacífico de Esquerra Republicana, las reivindicaciones de los nacionalistas demócratas, la reforma constitucional de los federalistas y hasta el autonomismo de los regionalistas.

Las razones del PP para sacar ese fantasma del arcón no están animadas por la pureza ideológica o doctrinaria: durante su primera legislatura, Aznar fue investido presidente y gobernó muy a gusto con los votos de los nacionalistas catalanes, vascos y canarios. Los motivos de fondo son pragmáticos y provienen de las dificultades de los populares para rivalizar con los socialistas en su política de alianzas.

El espacio central ocupado por el PSOE le abre el camino para los acuerdos con partidos y grupos nacionalistas o regionalistas (tal y como ocurrió después de las elecciones de 1999 en los ámbitos autonómicos balear y aragonés o en municipios catalanes), de un lado, y para el entendimiento con Izquierda Unida (para el Ayuntamiento de Madrid y otras capitales), de otro. En cambio, el PP suscita recelos entre las formaciones de ámbito territorial, a la vez que la jubilación de Anguita le impide repetir la coalición negativa contra el PSOE de 1995: la necesidad de ganar por mayoría absoluta a fin de poder gobernar en solitario es la causa de su oportunista y desestabilizador juego de secuestrar la Constitución y expulsar al resto de los partidos a la anti-España.

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