Balance
Con todo, éste no ha sido un buen año para Eduardo Zaplana. Casi había logrado vestir su nombramiento ministerial como una progresión lógica desde la segunda división autonómica a la Liga de Campeones del Estado (y por tanto, como un reconocimiento a la pericia de estadista que le jalea su alrededor). Incluso había conseguido hacerse invisible ante los focos mediáticos (que para él es un horrible sacrificio) en un momento en que lo mejor era eclipsarse mientras los herederos implícitos del pusilánime José María Aznar se hundían en el chapapote. Pero al final se le ha ido a descomponer ese escenario de probabilidades subjetivas que para sus forofos era lo natural y sólo cuestión de tiempo. Ni siquiera le ha auxiliado su proverbial fría audacia en el rechazo de la evidencia, que tantos días de esplendor le procuró, incluso entre quienes sólo estaban por ver hasta dónde sería capaz de llevarla. Ni su extraordinario don de vendedor de sementales estériles y de soplador de pompas. Ya ha dejado demasiado rastro como para disimular mirando hacia otro lado sin que en Madrid le lean la minuta. Su política de caja B ha convertido el Palau de la Generalitat en una trastienda tan turbulenta que asusta incluso al Síndic de Comptes que él mismo designó, y cuyo último informe está plagado de serias advertencias. No fue precisamente un masaje lo que le dio hace unas semanas el Defensor del Pueblo, al que había negado de forma desafiante los datos, por la gestión de la lista de espera hospitalaria. Tampoco lo es que José Antonio Noguera de Roig advierta de que su política ha dejado a TVV en uno de los supuestos de disolución establecidos en la Ley de Sociedades Anónimas (en lo económico, claro, porque en lo informativo hace tiempo que le causó la quiebra y la convirtió en un repugnante cubo de basura y manipulación). Ni lo es que las cajas hayan tenido que salir (una vez más) a salvar de la suspensión de pagos a Terra Mítica, su emblemática obra política. A este paso, dimitir ahora incluso puede que le reportara ventajas. Y sin embargo por salvar su pellejo está arrastrando hacia el abismo no ya a todo el Consell, sino hasta su propio heredero.
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