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Columna
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Diderot

Hace escasas semanas se inauguró en la más absurda de las incomparecencias la casa-museo de Joan Fuster, que no sé si es propiedad del Ayuntamiento de Sueca ni con qué fondos se ha procedido a su actual repristinación. La casa donde nació, vivió y murió Joan Fuster lleva camino de seguir los pasos de su expropietario. La ignorancia, la incomprensión y el escándalo rodean a esta vivienda que ahora se ha recompuesto en el número 10 del carrer de Sant Josep. Conozco muy bien su ubicación y conservo el recuerdo de su ambiente, mitad característica casa de pueblo, mitad gabinete de trabajo de su habitante principal. El giradiscos, las placas de vinilo y su pasión por la música no empañaban la vocación que le caracterizaba como bibliófilo y hombre de letras. Le visitaba cada jueves por motivos de trabajo. Hoy puedo contarlo. La primera semana de cada mes le llevaba sus quince mil pesetas, ajustada retribución de su trabajo y también sistemáticamente me invitaba a comer en el peculiar restaurante Capri. Fue el quehacer asiduo y riguroso de un profesional enfrascado en su mundo y voluntariamente aislado. Recibía los mensajes por telegrama y en casos excepcionales, vía teléfono, abusando de la amabilidad de sus allegados. Más de una vez me reconoció que necesitaba aquellos ingresos "per a pasar casa" y se lamentaba de que no tenía derecho a pensión ni asistencia sanitaria pública alguna, por su deliberada alineación como francotirador. Primero fue quemado como ninot de falla por sus enemigos, que después pasaron a mayores con la colocación de un artefacto explosivo en su casa. Precisamente en el carrer de Sant Josep, donde ahora se ha procedido a su rehabilitación para ser biblioteca y museo.

No se sabe si hubo premeditación para evitar que el acto inaugural tomara un cariz indeseado, pero lo cierto es que la única persona con relieve público que asistió al acto fue Carmern Alborch. ¿Los demás no fueron porque no quisieron o porque no se les invitó? El asunto quedó visto para sentencia en la intimidad. Este año 2002 se cumplía el 90 aniversario de su nacimiento y el trigésimo de tres obras capitales de su bibliografía: Nosaltres els valencians, Qüestió de noms y El País Valenciano, por encargo de la editorial Destino. Joan provenía de una familia de artesanos con adscripción tradicionalista que tenía a Marcelino Menéndez y Pelayo entre sus mentores.

Joan Fuster no merecía la frialdad de un acto doméstico para reabrir las puertas de su casa, tal como él quiso, para que fuera visitada y frecuentada por sus paisanos. Es posible que sus benefactores quisieran evitar más broncas, pero quizás ya ha llegado la hora de afrontar la realidad. Fuster, "Diderot de poble" -así le han bautizado sin demasiado cariño-, fue el intelectual valenciano de más nivel a lo largo del siglo XX. Objeto de provocaciones, escándalos y polémicas, es hoy referencia obligada para los estudiosos de la historia y la sociedad valencianas. Trabajador incansable, lector impenitente e implacable polemizador. Algunos tuvimos la fortuna de percibir su faceta humanista y la necesidad que tiene el pueblo valenciano de leer y escribir. Su respeto ante la discrepancia no suponía ninguna concesión a la coentor, la mediocridad ni a la estupidez. Un país sin política para un intelectual ilustrado.

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