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Columna
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Telesolidaridad

Estuve viendo Operación Triunfo la otra noche. Observé como un jurado perfectamente ortodoxo en su modernidad y competencia aparente emitía el juicio de Dios sobre los concursantes. Vi como esos concursantes, tensos hasta el límite, tragaban las palabras del jurado con la reverencia que in illo témpore se atendía al Evangelio. Llegó, luego, el juicio del claustro de profesores de la Academia -con Nina como madre superiora-, que combinó dureza y estímulo para salvar del infierno de la eliminación a uno de los cuatro muchachos candidatos a ser expulsados del clan. Al fin, los chicos votaron, entre ellos, a quién mantenían con vida televisiva. Y ahí salió, con efectista austeridad, el desgarro: filias, fobias, el yo y el superyó.

Las dos mozas que quedaron excluidas del perfeccionismo eliminador no podían ocultar su decepción, pero mantenían el tipo atendiendo esa última esperanza: la audiencia aún puede ofrecerles la salvación. Dentro de unos días una de estas chicas caerá en el castigo del anonimato porque el programa es una sofisticada puesta en práctica del paradigma en el que, al menos esos concursantes, creen a pies juntillas: lo que no sale en televisión no existe.

Creo que esa noche lo que me clavó en el sillón fue el brutal encadenado, una verdadera escuela de sadismo, de cómo llevar a la práctica una exclusión limpia, legitimada por el sagrado valor de la competencia. Presentada como el juego humano más instructivo, la competición, al estilo Operación Triunfo, es un ejercicio de selección de las especies en vivo y en directo. La pantalla se convierte en un zoológico donde las especies batallan hasta la muerte y gana no el mejor, sino quien mejor ha sabido competir. Una epopeya.

¿La vida misma? No lo creo, en absoluto. Más bien las circunstancias -y en eso Operación Triunfo es de una ortodoxia que da asco- mandan que la competición aniquile la cooperación entre seres humanos. De ahí que el programa abunde en gestos enternecedores de afecto entre los protagonistas que sirven, sobre todo, para hacer digerible la selección competitiva de las especies. Con lo cual el mensaje final es el cinismo absoluto: "Te quiero mucho, pero quítate tú para ponerme yo". Una lección moral, aupada por la tele pública, que todos los jóvenes que siguen el programa tienen bien aprendida y que aparece como una fatalidad inevitable.

Un mensaje tan insoportable tiene que ir rodeado de mucha marcha, de mucho gesto condescendiente, de un espectáculo de afecto exterior y efusivo: la alegría -por cierto, un sentimiento cada vez más infrecuente- no cabe en este esquema. De ahí que este domingo el espectáculo de Operación Triunfo emprenda un supermaratón de ¡10 horas! para representar y escenificar una bondad retórica que cada vez se parece más a la de la Mafia (véase el excelente libro Historia de la Mafia, del historiador Giuseppe Carlo Marino, en Javier Vergara Editor).

Padrinos por el triunfo, nombre premonitorio del show, busca solucionar problemas a los niños del mundo abandonados a su suerte. Efectivamente, menos da una piedra y cualquier cosa que se haga por esa causa ha de ser bienvenida. Pero también es el caso de tantos otros programas e iniciativas; es evidente que la solidaridad sirve hoy para blanquear las más negras conciencias y que, de esta forma, la selección de las especies siga, con mayor impunidad, un camino de cartas marcadas. Si antes las marquesas organizaban sus tómbolas de caridad, hoy las teles tienen sus maratones. Los turrones saben mejor, sin duda, cuando nos convencemos de que hemos hecho lo que debíamos apadrinando a un niño de Ecuador. ¿Es que se puede hacer algo más, otra cosa? Seguramente sí. Pero lo que resulta evidente es el hundimiento de la imaginación, atrapada en el monorraíl de una sabiduría competitiva obsoleta. Maldita.

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