Industria amable, vicio solitario
¿Para qué sirve la cultura? Para crear una industria, responden los nuevos convergentes como si la respuesta incorporase algo nuevo. Que la cultura puede llegar a generar tantos millones como el deporte lo descubrieron en Hollywood hace muchas décadas. Todos los que mandan o mandarán saben, por fin, que las inversiones en infraestructuras culturales son tan importantes y decisivas para el futuro económico del país como la ampliación del aeropuerto. Lo saben: otra cosa es que lo pongan en práctica. A veces, nuestras instituciones (Generalitat, Estado, Diputaciones, Ayuntamientos) han llegado a acuerdos sensatos, pero otras muchas veces se han tirado unos a otros las infraestructuras como lanzas. El consenso más celebrado es el del Liceo; y el disenso más estúpido es el que ha conducido a la construcción de dos enormes teatros públicos que costaron un fabuloso pastón y que sobrepasan quiméricamente las necesidades del público potencial. La crisis del teatro catalán es, en parte, producto de esta quimera, y la aristocracia teatrera, muy funcionarizada, no está exenta en este punto de las culpas que sólo los políticos se llevan (por cierto, la crisis no es sólo de público, es también creativa: ninguno de los muchos Shakespeare estrenados últimamente llega a la suela del zapato del que visitó Girona hace un mes: el King Lear de los jóvenes cachorros de la Royal Shakespeare está a años luz de nuestro teatro, la única parcela, al parecer, en la que la cultura catalana no está por debajo de la madrileña).
A diferencia de los Médici, los príncipes modernos se alejan de la fauna cultural como de un avispero
Las infraestructuras culturales están sometidas al mismo tipo de espurias presiones que reciben las obras públicas en general. ¿A qué responde la babilónica pretensión de prolongar el Ebro hasta Murcia y Almería? ¿A las necesidades de una agricultura excedentaria? ¿A las expectativas de un territorio turístico ya colapsado? ¿O al peso económico de cementeras y constructoras que van a conseguir fastuosos contratos? Sospechas parecidas se ciernen sobre las decisiones culturales. El mundillo cultural es un magma que incluye a gente de muy diverso pelaje. Mandarines, gestores, políticos, creadores, publicistas, periodistas, profesores, empresarios, vendedores de humo. Las presiones gremiales son las mismas que en cualquier otro negocio, pero en este ámbito es prácticamente imposible aclararse: el humo de esta fábrica es muy espeso. Un personaje influyente (tipo Flotats, Pasqual o Porcel) puede llegar por sí solo a decidir la suerte de grandes porciones del presupuesto (y esto no es un juicio de intenciones, sino la descripción de una mecánica). Después vienen las peleas. No es extraño que, a diferencia de los Médici, los príncipes modernos se alejen de la fauna cultural como de un avispero. Lo más fácil es hacer lo que se hace: construir grandes "cajas vacías". Así las llamó Sánchez Ferlosio. Enormes contenedores culturales. Con suerte, algunas veces llegan a tener algún sentido. Es raro que un contenedor de ésos nazca con el sentido ya pensado. Con suerte, interviene el azar (ruinas del Born). Casi nunca, la necesidad (¿la burocrática creación de una gran biblioteca por provincia responde del mismo modo a las necesidades de Albacete que a las de Barcelona?).
Para no perderse en el humo, lo mejor sería separar lo que es industria cultural de lo que es creación. La mayor parte de la industria cultural corresponde a una industria mayor: la turística, que está creciendo a ojos vista, respondiendo a la presión de la llamada sociedad del ocio. He ahí un ámbito definido. Ahí las cosas pueden ser bastante objetivas: la oferta turística exige ciudades con historia (museos, murallas, catedrales) y paisajes con ermitas y castillos. Exige teatros y espectáculos. Exige festivales de música culta y saraos caseros (rumbas, sardanas, sevillanas). Exige guías y discurso, restaurantes, tiendas de artesanía, etcétera. Este es un ámbito claro, y productivo. Una buena política debería proponerse asear, orientar, reforzar las inercias que en el ámbito del turismo cultural han florecido espontáneamente durante los últimos 20 años. No dejar, como ha hecho el pujolismo, que cada alcalde se defienda como pueda. Ordenar la industria, definir su marco económico, incidir en su calidad y mejorar las infraestructuras siguiendo un plan previsto.
El segundo ámbito o círculo es más arriesgado. Exige una gobernación atrevida, y no retórica: se trata de definir un marco para el desarrollo de grandes sectores productivos: ¿el de la edición, el teatral, el televisivo, el cinematográfico? Apoyar a unos implicará abandonar a otros. La decisión debe tomarse contemplando el arraigo, el cálculo económico, la rentabilidad social, el marco educativo. El tercer círculo es el ideológico: la cultura como creación de identidad. La lengua, las lenguas. La identidad romántica que Pujol ha cultivado, y la nueva identidad que espera narrador político: la del abrazo entre tradiciones y lenguas. La identidad alternativa. Este apartado merece capítulo aparte.
En el último círculo, el más íntimo, están los creadores. No necesitan nada. Hay que aprovechar la crisis del arte y la agonía de la literatura para dejar a los creadores en paz. Durante siglos han servido los autores catalanes como sinécdoque de la senyera. Usados en vano, justificaron históricamente el nacimiento del catalanismo conservador. Pero en todos estos años las cosas han quedado muy claras. La literatura no interesa a los poderosos. Quedan restos feudales, sí: gremios menores, prebendas grotescas, ínfimas canonjías. Mejor sería acabar con todo y dejar a sus beneficiarios como está la mayoría: ante el vendaval del mercado y sin muletas. El artista debe perder toda esperanza de protección, que es fuente de sumisión y madre de chanchullos. El político ya no necesita juglares. No queda otro remedio que encomendarse a Flaubert. A su rigor obsesivo, a su orgullosa soledad. Encerrarse como él en una torre y contemplar cómo chocan contra ella las olas de mierda, una y otra vez, sin derrumbarla.
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