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Columna
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¿Loco? ¿de Chamberí?

Hoy, si sales de marcha por el centro de Madrid eres un romántico, un loco o vives encima del bar. ¿Por qué invertir cuarenta minutos buscando aparcamiento sobre algún trozo libre de acera en Huertas o haciendo cola en un parking? ¿Por qué acudir a un garito en los bajos de un edificio de somnolientos vecinos que fuerzan su cierre temprano? ¿Qué razón hay para seguir cenando de pie patatas bravas en un bar de urgencia al lado del cine o el local de copas? Huye del centro, ven al centro de ocio.

El miércoles pasado se inauguró en Alcorcón el complejo Opción, dotado de 23 salas de cine, 3.000 plazas de aparcamiento, 15 restaurantes internacionales, nueve pubs temáticos, una bolera de 18 pistas fluorescentes, el gimnasio más grande de Madrid y decenas de lámparas con forma fálica colgando sobre una superficie de 38.000 metros cuadrados. De la misma forma que afloran descontroladas y fulminantes ciudades dormitorio a las afueras de Madrid, surgen cada vez más megacentros de ocio. El término ciudad dormitorio ve reforzado su significado: sus habitantes trabajan alejados de sus barrios y se divierten en las nuevas superficies del entretenimiento que las circundan. Sólo regresan a sus cuadriculadas urbanizaciones para dormir. La vida de barrio ha desaparecido.

El modelo de ciudad recreativa en la que incluso se reproducen en su interior calles adoquinadas, farolas de los años veinte, fachadas de cartón piedra o incluso un falso ayuntamiento (como sucede en La Roca de Barcelona) está importada de Estados Unidos. La máxima representación de la metrópolis artificial consagrada al divertimento y edificada en medio de la nada es Las Vegas.

Porque el encanto de las superficies de diversión es la ruptura con la realidad y la rutina. En estos lugares siempre es fin de semana. No existen semáforos que recuerden los atascos matinales ni relojes que propulsen el tiempo. También es raro encontrarse a algún compañero de trabajo, y más aún al jefe. Nada es auténtico (las fuentes, las plazas, las palmeras...). Éste aislamiento vital brinda libertad, desconcierto y excitación, emociones parecidas a las experimentadas en el extranjero o en un sueño.

Cuando se abandona el cine del Heron City no sólo la película parece ficción, sino el tiempo transcurrido en la sala. La digestión del ocio en las afueras es vaporosa e inconsistente. El lunes es difícil recordar en qué invertimos la noche del viernes. Entrarle, por ejemplo, a una chica en la gigantesca terraza del Equinoccio no expone a un fracaso trascendente. La seducción parece formar parte de la programada diversión, una atracción más en el gran parque temático del ocio. Tanto las rubias que se contonean en los garitos como el resto del personal que compra nachos con jalapeños en el vestíbulo de los multicines parece parte de la función. No son compañeros, iguales en la vivencia del lugar y sus favores, como sucede con el rival por una plaza de aparcamiento en Juan Bravo o por un hueco en la barra del Bolshoi de la Avenida de Brasil. En las afueras de la ciudad estás solo. Los complejos ofrecen facilidades de desconexión con la monotonía de la vida semanal, pero no regalan una complicidad alternativa.

En el núcleo de Madrid existe sintonía con el entorno, pero el simple hecho de ir al cine, cenar y más tarde tomar una copa, supone un trastorno, no sólo porque las ofertas de restaurantes y cines pueden ser más limitadas que en el Heron City de Las Rozas, el Equinoccio de Majadahonda o Diversia en Alcobendas, sino sobre todo porque la película, el restaurante y el bar no están próximos entre sí. Mover el coche varias veces un sábado por la noche conlleva un indefectible "corte de punto" en sus ocupantes.

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¿Quién sigue, pues, saliendo por Madrid? El chico de Chamberí que no necesita sacar el coche del garaje de su casa o de su nueva y privilegiada zona verde aún prefiere acudir donde las copas y las apuestas de ligue resultan más caras, pero sobrevive algo de glamour. La multa pinzada en el limpiaparabrisas, el plan de cine cancelado al agotarse las entradas de una determinada película, pisar mierdas de perro de camino a otro garito... Todos esos inconvenientes sólo pueden ser escogidos por un loco. O por el romántico, ese que sigue viendo películas en versión original, se arriesga a que le partan el corazón de madrugada y todavía le encantan las patatas bravas.

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