Ciudad fantasma
Hace 10 días, el Congreso Eurocities 2002 se clausuró con una conferencia. Ante un grupo de alcaldes y regidores, Manuel Vázquez Montalbán disertó sobre la destrucción del "imaginario de la ciudad" y lamentó que la especulación arrase atmósferas que han inspirado a tantos literatos. Completó su discurso con adjetivos como mestiza y portuaria, que, según él, definen una Barcelona asfixiada por el brutal abrazo de las excavadoras. El domingo pasado, en las páginas de El Periódico, varios escritores abundaban sobre lo dicho por Montalbán y se aportaban reacciones de, entre otros, Carlos Ruiz Zafón ("una ciudad decorado prohibitiva para los barceloneses y cuento de la lechera financiero para parásitos encorbatados"), Pablo Tusset ("no soy partidario de conservar la mierda sólo por simple nostalgia") y Juan Marsé ("la Barcelona escrita de Pieyre de Mandiargues puede ser apasionante e inolvidable, pero, si lo es, es por motivos estrictamente literarios"). ¿Pero existe una Barcelona literaria? Probablemente existan varias, enterradas bajo capas de sedimentos que esconden nostalgias de escritores que, hace siglos o decenios, se inspiraron en lugares ya destruidos y, sobre todo, en aberraciones estrictamente urbanísticas que influyeron no ya en la creación escrita, sino en la vida de nuestros sufridos antepasados.
A veces parece que la Barcelona literaria empiece y acabe con el barrio chino y la conversión del puerto y de su entorno en único altar de vicios y tentaciones. No hay duda de que el núcleo más antiguo de la ciudad da para mucho, pero, en manos de un escritor, cualquier rincón sirve para justificar una obsesión, incluso el Camp Nou de noche, o el Maremàgnum, con sus palizas a primera línea de mar, que tanto habrían entusiasmado a Jean Genet, o la interesante expansión de tiendas de lencería, con esos escaparates de Intimissimi, que te producen la vaga sensación de estarte perdiendo algo muy serio. Sea la calle de Marsala de Bauçà o la plaza del Raspall de Casassas, todo es susceptible de convertirse en literatura, incluso La Mina, que no suele salir en los recorridos turístico-literarios que tanto gustan a las revistas de viajes. Sería una lástima sacralizar según qué rincones de la ciudad, como lo sería pretender que lo contemporáneo no se convierta, con el tiempo, en novela histórica o pintura rupestre. Al fin y al cabo, el Londres de Dickens, el París de Hugo o El Cairo de Mahfouz han desaparecido parcialmente, por más que sus retratos literarios sigan vigentes, ajenos a los dislates que arquitectos y alcaldes puedan perpetrar y a las lecturas distintas que Amis, Echenoz o Moix puedan hacer de estas inagotables capitales. La literatura hace posible lo que el urbanismo nunca consigue: que ciudades de tiempos distintos convivan en un mismo momento, el de la lectura.
Si tomamos la Via Laietana que Lluís-Anton Baulenas transformó en protagonista de su libro La felicitat, por ejemplo, tendremos un caso de literaturización de una calle horrible. Si mañana alguien tuviera la sensatez de borrarla del mapa, ¿se lo impediríamos para no dañar lo que queda de un "imaginario literario"? Cuando los territorios retratados por escritores desaparecen físicamente, ¿acaso no adquieren una dimensión mítica? La Rambla actual no se parece a La Rambla de la novela Tatuaje. El deterioro social, la impunidad y la locura como único lenguaje han devorado el universo recreado por los personajes de Montalbán. Hoy en día, Biscuter, Bromuro, Charo y Carvalho lo tendrían difícil para sobrevivir en este enloquecido circo de excesos y de abusos, al igual que los chavales de Marsé, que, aunque se lo propusieran, no encontrarían un descampado en todo el Guinardó donde intercambiar aventis. Incluso puede que lo urbanísticamente desastroso sea, en el fondo, muy literario. En sus recientes novelas, Francisco Casavella recrea un mundo de barracas adosadas a Montjuïc que ya no existe, y su trazo tiene vida propia, ajeno a la realidad física (y química) de la montaña. En cuanto a esta ciudad fantasma que anuncia Ruiz Zafón ("decenas de miles de pisos vacíos en manos de seudomafias de la especulación inmobiliaria"), puede que sea un asco para vivir, pero será tan literaria como quieran los escritores del futuro. Además: no me parece mal escenario para una novela del futuro, con cyborgs regentando fumaderos instalados en los sagrados lugares de un skyline noucentista-gore al que, cuando la niebla lo permite, asoman, además de las torres de la Sagrada Familia (enjaulada por andamios que la protegen de la vibración de trenes bala conducidos por catalanes tagalohablantes), edificios cada vez más altos, que repiten esa tendencia a querer acercarse lo más posible al cielo. O, si me permiten una interpretación más terrenal, a presumir de a ver quién la tiene más larga.
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