Benito contra Benítez
Con la excusa del partido Villarreal-Valencia, la Liga pone a prueba su propia tensión arterial, refuerza el más moderno de sus clásicos y nos ofrece la ocasión para un debate plural sobre figuras y estilos. Así, Palermo y Carew representarán una ruda batalla de acorazados, Víctor y Aimar una sutil contienda de mosquitos y Carboni y Belletti, emboscados en el callejón de la banda, la consabida reyerta crepuscular entre el pícaro y el espadachín. Para que nada falte, la presencia de Benito Floro y Rafael Benítez, dos de nuestros entrenadores más inquietos, añade al duelo un valor emocional: convierte un pleito entre vecinos en una partida entre comandantes.
En una primera etapa, bien a su pesar, ambos representaban una supuesta escuela prusiana; es decir, un movimiento cuyos paladines querían convertir el fútbol en materia previsible. Para ellos un buen equipo sería una especie de ameba programada, un organismo vivo que actuase por control remoto. Con la intención de conseguirlo organizaban el entrenamiento como una jornada laboral, imponían a cualquier precio su sistema y trataban de alcanzar el ideal del estratega: en resumen, toda maniobra debía ser un efecto automático. En el fondo, aquellos muchachos, entusiastas del juego de conjunto, alimentaban el sueño de que el entrenador pudiera decidir el resultado desde el banquillo y, andando el tiempo, desde el disco duro del ordenador.
Tal obsesión era comprensible: en aquel momento el fútbol buscaba desesperadamente algún recurso defensivo que permitiese salir de la maraña del marcaje individual. Varios años antes, un fotogénico pelma, Claudio Gentile, había torturado a Maradona con la complicidad de los árbitros y una ladilla rubia, Gabriele Oriali, había perseguido a Cruyff hasta las profundidades del urinario. En vez de rebelarse, la cátedra prefería pensar en los artistas lisiados como se piensa en piezas de museo, y en el fútbol, como un atavismo romántico condenado a transformarse en una rutinaria ocupación industrial. En aquel ambiente los nuevos entrenadores proclamaban la defensa en zona, respondían a la acusación de preferir la seguridad al ingenio y discutían el achique de Menotti, la torre de Pacho Maturana y el vaivén de Arrigo Sacchi. Eran conversaciones interminables para locos por el fútbol en las que se consumían cantidades ingentes de agua, saliva, tinta y papel.
Hoy, Benito y Benítez, convencidos de que los futbolistas no son peones de ajedrez y de que nada puede sustituir a un recorte inspirado, moderan su pasión por el orden. Esta noche buscarán una precisa combinación de disciplina y talento.
Disciplina táctica, pero talento natural.
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