Una voz contra las minas
Una integrante de Médicos sin Fronteras exige la retirada de los explosivos en Angola
Como miembro de Médicos sin Fronteras (MSF) ha sido testigo de catástrofes, hambrunas y guerras. Sin embargo, tiene una mirada chispeante y la sonrisa siempre dispuesta. Aquí, en el Primer Mundo, María José Díaz Zurdo disfruta con sus paseos por la playa, las tardes con su madre o las tertulias con los amigos. Allí, en Angola, era feliz cuando veía correr a los niños que días antes habían llegado con desnutrición severa.
Pepa creó la delegación de MSF en Andalucía y Extremadura, de la que fue presidenta. Pero lo suyo era el trabajo a pie de emergencia, así que no tardó en partir hacia donde hacía falta. A Burundi para trabajar con los refugiados, a la Rumanía post-Caucescu, al Mozambique devastado por las inundaciones, a Honduras tras el huracán Michele y a una lista de países que, de momento, se completa con Angola. Allí, ha coordinado un equipo de más de 100 personas que trabaja para paliar la emergencia nutricional dejada por 25 años de guerra.
Nació en Álora (Málaga) en 1953. Fue maestra y matrona del hospital Materno durante ocho años. Pero cuando se creó MSF España, hace 17 años, no se lo pensó dos veces y se sumó al proyecto. Cuando le dicen que puede trabajar en el campo de la ayuda humanitaria porque no tiene ni pareja ni hijos, ella replica que "una persona ligera de equipaje no se hace de un día para otro, sino tomando decisiones".
Y sus decisiones la han puesto al borde de la muerte en muchas ocasiones. Cuando contrajo el paludismo en Liberia, la pasada primavera; o hace muchos años, en Mozambique, cuando dormía vestida de negro por si estallaba el fuego cruzado en medio de la noche poder alcanzar los hoyos que hacían de refugio sin ser vista desde los tanques. "Mi madre no sabe todo esto, como lo lea...", se preocupa después de sincerarse.
Ahora lleva tres meses trabajando en la delegación de Málaga. Dice que tiene ganas de "ir parando", pero ya echa de menos su participación en un proyecto concreto: "A veces me parece muy vacío estar aquí. Vivir para ti mismo me sabe a sibaritismo. Siento que desperdicio el tiempo". Después del paludismo y de tres meses en Mavinga, un pueblo de Angola plagado de minas, se merece un respiro. Lo saborea, pero con culpa.
En contra de lo que cree, aquí no pierde el tiempo. Denuncia que siete miembros locales de MSF en Angola murieron hace una semana cuando el vehículo en el que viajaban pisó una mina y que sin la retirada de esos explosivos, la población seguirá pasando calamidades porque la tierra está sembrada de muerte. Reconoce que sea en Angola o en Afganistán, hay tantas necesidades que las ONG son un parche, pero añade que "parcheando se salvan vidas". Está convencida de que la única solución es un apoyo "desinteresado" al desarrollo. Admite que es una utopía, pero no sabe vivir sin poner su granito de arena para tratar de alcanzarla.
Proyecto con resultados
Cuando el equipo de MSF llegó en junio pasado a Mavinga -en el sureste de Angola- el pueblo estaba abandonado. En apenas seis meses, la labor de esta ONG ha permitido crear un centro de nutrición intensivo para 300 niños, poner en marcha un ambulatorio con 30 camas de hospitalización, vacunar a 17.000 pequeños contra el sarampión y garantizar una cobertura sanitaria para 70.000 personas. Toda esta tarea ha sido coordinada por una malagueña, María José Díaz; cerebro y sostén de un equipo de un centenar de personas. "Es que ese es mi trabajo" aclara con modestia. Sus días allí no han sido fáciles. Tenía que ocuparse de que las bombas funcionen para sacar agua del río, que las vacunas estuvieran a la temperatura adecuada, que hubiera leña suficiente para hacer la comida del centro de nutrición, formar a las matronas, asistir a partos, organizar la farmacia, enterarse qué zona ha sido desminada, hablar con el comandante de la región para asegurarse de que no hubiera problemas de seguridad y apuntalar el estado anímico de los compañeros. La pregunta se impone: "¿Y cuando usted flaquea?". Pepa contesta que sus problemas los aguanta ella "que para eso llevo más tiempo y soy la coordinadora". Aunque después admite que alguna vez ha llorado a solas para desahogarse. Sin duda, los resultados alcanzados le dan la fuerza que trasmite. Confiesa, eso sí, que a veces echa de menos un zumo de naranja, una ducha o una charla con la gente que quiere. Rubia, relata que a los niños "de allí" les gusta tocar su pelo. Y ella los deja, claro. Allí es una usungu (blanca), que es casi como decir extranjera. Aquí, en su tierra, también se siente un poco extraña. Después de 17 años yendo y viniendo es una "ciudadana del mundo y de ninguna parte". Su madre trata de mirar el lado bueno de no tenerla cerca y le dice que ha aprendido mucha historia y geografía a fuerza de buscar en los mapas el país a donde la destinaban. De momento no tiene misión asignada y se apronta a disfrutar de las fiestas con sus seres queridos. No ha pensado ni qué pedir ni qué regalar para Reyes. "Si ya tenemos de todo", dice ella que sí que ha recorrido mundo.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.