Los domingos
La veía todos los domingos hasta los siete años, después de pasar casi una hora en una guagua mareante que me llevaba hasta el pueblo donde vivía. Mis padres tenían una casa allí e íbamos a pasar el día. Ella vivía cerca y al levantarse iba hasta la casa y me esperaba sentada en la puerta. Cuando yo llegaba, nos íbamos a jugar por el campo y por las fincas de plátanos. Nuestros juguetes eran piedras, palos, ramas y hojas de platanera. Solíamos cagar y mear en las tajeas de agua cuando tocaba día de riego. Ella había planificado perfectamente nuestras vidas para cuando fuéramos mayores. Tendríamos cinco hijos, un 124 rojo y un trabajo en el que me tendría que poner un mono azul mientras ella cuidaría de la casa y de los hijos. Entre nosotros no hubo nunca la menor pulsión sexual. Nos despedíamos junto a las flores que se abren por la noche y regresaba con mis padres en la misma guagua mientras dormía sobre el hombro de mi madre. Un domingo dejé de ir. La abandoné por el cine de la función de matiné a la que iba con mis amigos en busca de adaptarme más al ambiente de los chicos del barrio. Meses después llamaron a casa diciendo que ella se había muerto. Un domingo jugando sin mí en las fincas se había encontrado una botella de refresco llena con un veneno y bebió de ella. Mis padres me llevaron a su entierro. Cuando metían su pequeño ataúd en el nicho sentí una leve presión en la entrepierna que para mí era nueva.
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