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Crítica:DANZA
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Negatividad gestual en el paraíso

Es verdad que el teatro de danza está en franca crisis (estética, creativa), pero pocas veces un espectáculo contribuye de manera tan ácida a poner en altorrelieve esos abismos como este Alibi (traducible como pretexto), desde su hermético nudo rupturista, cultivador a la vez de un escatológico feísmo. Es la honestidad algo petulante de la propuesta lo que brota, se impone y hasta sobrecoge en su dureza sobre las apariencias, pues es evidente que la norteamericana Meg Stuart -asentada hoy en Zúrich tras sus años en Bélgica, que en esta ocasión debuta en España- ha dado órdenes expresas de que los actores-bailarines se suelten sin pudor la melena del desorden y la negatividad gestual.

Compañía Damaged Goods

Alibi. Dirección: Meg Stuart; escenografía y vestuario: Anna Viebrock; música: Paul Lemp; luces: Gunnar Tippmann y A. Viebrock. Textos de Tim Etchells, David Woinarowicz. Teatro Central de Sevilla. 23 de noviembre.

La vanguardia, en la danza-teatro, estaba ya agotada hace una década; así puede hablarse desde entonces de una especial transvanguardia que recientemente se ha visto complicada con los accesorios tecnológicos. El trabajo corporal ha evolucionado en esta misma década desde el "todo vale" a un neoplasticismo deconstruido que se refleja en los materiales coréuticos que vemos sumados al filme o el vídeo. ¿Por qué?

Pues en primer lugar porque, como en toda gran crisis, el teatro de danza se revisa a sí mismo a fondo, se somete a una analítica espectral y documentada; y, segundo, como reacción posmoderna a la saturación minimalista.

En la abundante y cerebral crítica que ha generado Meg Stuart hay sobre todo perplejidad y menos elogios de lo que sugiere una primera lectura. Su trabajo, que no es nada nuevo, está afectado por una especie de poesía discontinua de los campos morfogenéticos, que es, en suma, la alegría de la huerta, porque no hay nada bueno en lo que coincidir ni nada hermoso a lo que cantar. Es el lujo paradójico de la pobreza moral en la sociedad posindustrial expresado con acritud.

Meg Stuart evita ser denominada coreógrafa. En realidad es una relatora de una cultura autodegradada en la autocontemplación, algo así como un narcisismo doloso y hasta doliente, de gran impacto visual e ideológico.

A los cinco minutos de empezar la función, ya un actor sangraba por la nariz. Dentro de un agobiante espacio influido por Pina Bausch (Stuart le debe mucho) hay emociones rotas y deseos amputados en la violencia. ¿Okupas, drogatas, ultras, poetas del lumpen urbano, chicos sin la beca Erasmus? Todo a la vez: un "gran hermano" sin premio y con un proceso de autoeliminación descentrado, difuso hasta el extrañamiento. Con desasosiego, ese proceso de contaminación se instala en los atletas del desarraigo, descomponiendo, por alienación, los elementos formales del teatro.

Aquello culmina con monólogos durísimos de desencanto (potente el texto de Woinarowicz) y un contagioso temblor sin horizontes: son las neuropatías del alma enferma, el éxtasis de las raíces una vez talado el árbol del bien y de algunos males (no todos).

Escena de la representación de <i>Alibi</i> en Sevilla.
Escena de la representación de Alibi en Sevilla.PABLO JULIÁ
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