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¿Un suicidio político?

Hay dos clases de suicidas, los rápidos y los lentos. Los rápidos, los que se tiran por la ventana, se pegan un tiro o se toman un frasco entero de pastillas, son suicidas racionales: saben lo que están haciendo y, aunque en alguna ocasión puedan arrepentirse de lo hecho cuando ya es demasiado tarde, casi siempre lo hacen con el propósito de acabar de una vez. Los lentos, en cambio, los que se van enganchando progresivamente a una droga adictiva, ya se trate de pastillas de éxtasis, de ciertas sectas religiosas o de la pasión por la velocidad o por el trabajo, se están matando sin saber que lo hacen y, desde luego, sin querer hacerlo. De todas formas, en uno y otro caso, el resultado es el mismo: la desaparición del suicida.

En política pasa lo mismo. Ha habido casos sonados en los que un partido, incapaz de afrontar la realidad y sus propias contradicciones, se suicidó de manera rápida. Entre ellos, hubo quienes optaron por una muerte dulce, estilo atracón de somníferos, como ocurrió con la desintegración de la UCD, la cual se limitó a perder unas elecciones. Otros, en cambio, tuvieron un final doloroso, estilo suicida de bomba que de paso se lleva a otros por delante, como el apocalíptico final del III Reich. En ambos casos, la extinción había sido prevista por los ideólogos del partido y hasta parece que encontraban algún regusto malsano en la misma.

Pero estos casos son excepcionales. De la misma manera que el número de suicidios lentos (por disparates de la dieta o de la forma de vida) es muy superior al de suicidios rápidos, también los partidos que toman decisiones erróneas y van abocando lentamente a su desaparición son mucho más abundantes que los que optan por soluciones radicales a los wagnerianos acordes de El crepúsculo de los dioses. El prototipo de suicidio lento fue el de la antigua Unión Soviética: la conversión de una ideología liberadora en un sistema opresivo e inoperante se fue produciendo paso a paso a lo largo de ochenta años y la caída del muro no puede ser considerada la causa de su muerte sino simplemente el estertor final. Lo mismo cabe decir del PRI mexicano o de las monarquías absolutistas europeas que barrió la revolución francesa. Los que guiaban todos estos barcos políticos no sólo no querían estrellarse, es que ni siquiera eran conscientes de la posibilidad de embarrancar, pese a las numerosas y repetidas señales de alarma que les anunciaban los vigías del palo mayor. Pues bien, tengo la impresión de que todo este asunto del PHN está conduciendo a los grandes partidos españoles -a unos más que a otros- a un verdadero suicidio político, aunque de los lentos y, tal vez por ello, más peligrosos. No quiero hablar aquí del plan hidrológico en sí mismo. Otros más enterados que yo ya se han pronunciado sobre sus (parece que desastrosos) efectos medioambientales y sobre sus (parece que beneficiosos) efectos económicos. Pero sí quiero hacer un comentario sobre la forma -desdichada, desdichadísima- en que sa ha llevado el asunto. Entendámonos. Un partido nacional puede jugar -aunque éticamente sea poco justificable- al victimismo, a enfrentar a la nación que dice representar con las naciones vecinas. Por desgracia, casi todos actúan así, desde el PNV de Arzalluz cuando todavía proclama, muy sabinianamente, la maldad congénita de los españolazos, hasta el partido republicano de Bush, empeñado en machacar a los ciudadanos que tienen la desgracia de pertenecer a uno de los países del eje del mal. Pero lo que un partido nacional no puede hacer es enfrentar a unas partes de su nación con otras so pena de provocar un desastre convivencial de consecuencias imprevisibles.

No es un secreto para nadie que España es un estado en el que la solidaridad de las regiones se resiente y en el que, tal vez como consecuencia de una política cultural y autonómica desafortunada, los ciudadanos de cada circunscripción se aman cada vez más a sí mismos en proporción directa a lo que van recelando de todos los demás. Pero lo que nos faltaba por ver es que los partidos nacionales jugaran también a lo del divide y vencerás. Hombre, divide al enemigo, no a tus propias mesnadas. Si las divides, es seguro que ellas perderán la guerra y tú, como mínimo, el trono. Porque, por seguir con el lenguaje militar, lo que importa no es ganar una escaramuza, y ni siquiera una batalla, sino la guerra o, mejor aún, la paz. Los partidos se llaman partidos porque sólo representan a una parte, mas esto se refiere a la ideología, no al territorio.

Ya sé que estamos en periodo electoral y que para asegurar la mayoría absoluta en según que comunidades viene bien eso de ser el ayatollah del PHN, a favor o en contra. Ello tiene el inconveniente de que dicha postura lleva a hundirse electoralmente en otras comunidades, pero, si hechas las cuentas de beneficios y pérdidas, resulta que en conjunto el resultado es positivo, pues adelante con los faroles. Lo malo de todo esto es que las elecciones son flor de un día y que, luego, la vida sigue. Ahora mismo ya sucede que los valencianos estamos enfrentados (sin que se nos haya pedido permiso, que es lo más curioso) a algunos de nuestros vecinos y, para que la cosa sea más sangrante, precisamente a los que conformaron la base poblacional e histórica de la que procedemos. Pues qué bien. Uno se pregunta por qué en temas menos importantes como los de la autovía y las Hoces del Cabriel se llegó a un consenso y en éste no. Desde luego, que nadie se haga ilusiones, lo del PHN no es irreversible: ¡tantos proyectos se han modificado cuando el partido que los alentó perdió la mayoría! Al fin y al cabo, el transvase depende de la cantidad de agua que en cada momento se deja pasar por el grifo y de lo que se quiera cobrar por ella. También espero que cauterice pronto y no sea irreversible el abismo de desconfianza y de recelos mutuos que se ha abierto entre españoles a causa de esta manera irresponsable de hacer las cosas. Lo único verdaderamente irreversible, me temo, es que el suicidio político de alguna que otra formación se consume y que, cada vez que toma partido por unos frente a otros, vaya disminuyendo su cuota electoral hasta que sus constantes vitales se extingan. Ellos sabrán lo que hacen.

Ángel López García-Molins es catedrático de Teoría de los Lenguajes de la Universidad de Valencia.

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